¿Mejora de la
representación política? ¿Listas abiertas? ¿Oír al pueblo? ¿Echar a los
corruptos? Pues sí. Pero que esas reformas, y otras muchas, las hagan los
políticos honrados y capaces que elijamos en las urnas.
No parece necesario
insistir en la existencia ambiental de ese huracán de desafección a la política
—y a los políticos— que impregna, como una sustancia viscosa que todo lo cubre
y ensucia, tanto sesudos artículos como despejadas charlas de café. Leemos y
oímos que la maldad intrínseca de cuanto personal se dedica al ejercicio de la
representación política solo es comparable al nivel de su corrupción. Hablamos
de las élites extractivas que dicen algunos intelectuales y esos chorizos que
nos cuentan algunos taxistas. Que son los mismos: los políticos. ¿Pero lo son
algunos? ¿Pocos, muchos, o quizá lo son todos? Todos, todos ellos sin
excepción. Y por eso debe ser que el pueblo no los quiere. Así, al menos, lo
dice hasta el CIS y algún que otro juez.
Son unos inútiles y unos
ladrones el concejal del pueblo más pequeño y el alcalde del municipio más
poblado, el diputado de Izquierda Unida en el Parlamento asturiano o la
consejera de Cultura de cualquier comunidad autónoma. Los peores son los de
mayor rango, los diputados, ministros y equivalentes al frente de la procesión,
hilera que debería convertirse, nos dicen las almas angelicales de tanto
movimiento ciudadano, en siniestra cuerda de presos, tocados con el vergonzante
capirote y el cartel de “Soy político, golpéenme” colgado del cuello. ¡Cuánta
justicia habría en esa reata de desgraciados pasando entre la multitud por un
estrecho pasillo, recibiendo los merecidos golpes de una ciudadanía engañada y
masacrada por esos seres sin escrúpulos! ¡Qué canalla ese edil, qué miserable
ese director general de Sanidad, qué vileza la de esa diputada de siglas
indeterminadas, que ya se sabe que todos los partidos la misma mierda son!
No importa que esos
políticos hayan sido elegidos, hace apenas 10 meses, por quienes ahora les
vituperan. El 20 de noviembre de 2011 votó el 68,94% del censo, exactamente
24.666.392 ciudadanos. Ciudadanos, por lo que se ve, que votaron a unos
corruptos e inútiles para ocupar los escaños que posteriormente desembocarían
en la elección de los cargos más representativos del Estado. Esto pasó en
noviembre del año pasado, y cuando vamos a soplar la vela del primer
aniversario de este Gobierno nos encontramos con la ominosa desafección.
Quizá convendría ajustar
el ojo a lo que tenemos delante, monstruo gigantesco que a veces se obvia en
tanto fino análisis. La carta de Poe, vamos. Por ejemplo, que parece bastante
lícito pensar que este desastre se debe, en primer lugar, a quienes gobiernan.
Ya ven, cosas de Perogrullo. Recordemos —basta con echar la vista atrás unos
pocos meses y ahí están todas las hemerotecas a un golpe de clic— que el
Partido Popular y su principal dirigente, Mariano Rajoy, prometieron que mejorarían
la situación económica y que crearían millones de empleos. No hará falta
recordarles que todo, absolutamente todo, macro y microeconomía, ha empeorado
hasta límites difícilmente sostenibles. Sí, bien, y la herencia recibida, y la
oposición del PSOE no ilusiona ni a sus votantes, y Artur Mas agita
irresponsablemente las aguas, y… Decía hace poco un dirigente político que
Rajoy tenía mucha suerte: cuando gobierna el PSOE el culpable es el PSOE,
cuando gobierna Rajoy los culpables son los políticos. Tal cual.
Pero no nos engañemos.
La mayor desafección se produce porque la gente quiere soluciones a sus
problemas, y solo ve cómo día a día nuestros políticos nada pueden —y no
sabemos si quieren— contra los que de verdad deciden sobre nuestras vidas y
sobre nuestras, cada vez menos, haciendas. La penuria lo tapa todo. Seis
millones de parados y un panorama de mayor sacrificio y ruina, sin que nadie
aviente una pizca de optimismo, es imposible que genere confianza entre una
ciudadanía espantada, que tiene como referencia a los portugueses o a los
griegos. Pasó con Zapatero y su 10 de mayo de 2010 trágico, y desde entonces la
sensación de que nuestros ministros juegan poco más que el papel de muñecos del
ventrílocuo —alemán, bruselense, político o banquero— ha ido agigantándose.
Hoy, además, se añade a ese desastre un Gobierno que ha cercenado cualquier
tipo de participación ciudadana, que desprecia al Parlamento, donde el
presidente se niega a comparecer para explicar cómo son esos pactos que se
cuecen a espaldas de los ciudadanos. Y poco, sí, poco, insiste una oposición
encogida, dicen ellos que por patriotismo, o por propia debilidad que suponen
los más.
Pero como decía Paul
Auster, “para los que no tenemos creencias, la democracia es nuestra religión”.
Así que habrá que echar grandes dosis de racionalidad a lo que de verdad está
pasando para acertar con el enemigo real. Para mantener la democracia,
deberemos dejar de lado a quienes nunca han creído en ella, a izquierdas y a
derechas, sobre todo a derechas, y salvar, en lo que podamos, a la profesión de
políticos. ¿Profesión, digo? Pues claro. ¿Cuál es el problema? Hay unas señoras
—y señores— que hacen un trabajo, casi siempre de muchas horas, a los que hay
que pagarles. A no ser que queramos que cobren de las inmobiliarias, de las
eléctricas o, directamente, de los bancos. Que es, por lo que se ve, a lo que
aspira el Partido Popular y que ha empezado a hacer Dolores de Cospedal, que
quiero recordarles que no es solo la presidenta de una comunidad autónoma, sino
que es la segunda en jerarquía del partido que nos gobierna.
El pueblo soberano ha
luchado mucho a lo largo de los siglos para lograr el pase de siervo a
ciudadano. Miles y miles de personas han dado incluso su vida para obtener
derechos que hoy se consideran esenciales. Pero convendrá recordar que fueron
políticos —y libérenme de tener que hablar de élites o vanguardias, que no es
este el lugar— quienes recogieron el encargo de ese pueblo para poder articular
el fin de tanto sufrimiento y la esperanza de un mundo mejor. Políticos fueron
—tras las sabidas y dolorosas movilizaciones sociales, por supuesto, sin que
sea necesaria mayor insistencia— quienes plasmaron en leyes el fin de la
explotación infantil o una jornada laboral humana. Políticos han sido quienes
han elaborado Constituciones que reconocen derechos inseparables de la dignidad
de hombres y mujeres. Y políticos fueron también quienes armaron el conjunto
del Estado de bienestar. Políticos eran los que hicieron posible la extensión
de una sanidad de calidad para todos. Políticos también quienes decidieron que
muchos, muchísimos millones, se destinaran a educación, se acabara con el
analfabetismo y todo el mundo pudiera aspirar a una educación digna. Políticos
los que encargaron autopistas —o trenes— para unir a los pueblos. Políticos
fueron quienes intentaron que la
Ley de Dependencia ayudara a las familias que más lo
necesitaban. Políticos fueron quienes hicieron posible que Juan y Francisco, o
María y Manuela, pudieran casarse después de tantos años de disimulo y
vejaciones. Políticos son los que…
¿Mejora de la
representación política? ¿Reforma de la Constitución ? ¿Listas abiertas? ¿Vitalizar un
Parlamento acartonado y alejado del pueblo? ¿Oír al pueblo? ¿Prescindir de
privilegios infames? ¿Echar a todos los políticos corruptos? ¿Cuidar con mimo
el dinero público? ¿Trabajar para el bienestar de todos? Pues sí, claro. Pero
que esas reformas, y otras muchas, las hagan los políticos honrados y capaces
que elijamos en las urnas. Anatema en estos momentos, ya sé. Como señalaba
Bertrand Russell, “tengo recelo del Gobierno y desconfío de los políticos; pero
como es preciso tener un Gobierno prefiero que sea democrático”. Y a ese
Gobierno y a los partidos de oposición a ese Gobierno hay que vigilarlos de
continuo, exigiéndoles el cumplimiento de lo prometido y no soportando ni un
segundo la presencia pública de mentirosos, corruptos o vendidos a intereses
espurios. ¿Salir a la calle para reclamar su cumplimiento? Naturalmente. Solo
faltaría.
Lo dejó escrito José
Martí: “En plegar y moldear está el arte político. Solo en las ideas esenciales
de dignidad y libertad se debe ser espinudo como un erizo y recto como un
pino”. Así deberían ser los políticos. Esos que necesita cualquier sociedad
civilizada en los inicios del sigloXXI. Seguro que los hay.
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