El
Instituto Berggruen reúne en Berlín a González, Blair, Schröder y Papandreu.
“También en mi época pensábamos que para
líderes, los de antes”. Felipe González ironizaba sobre el recelo contra los
dirigentes políticos actuales antes de explicar que “lo que en verdad ha
cambiado es el margen de maniobra” de los Gobiernos ante “el sistema financiero
mundial”. El expresidente del Gobierno español compartía estas reflexiones en
una mesa redonda organizada por el Instituto Berggruen en Berlín, donde se
debatió sobre el futuro de Europa después de la crisis. El ex canciller alemán
Gerhard Schröder, a su derecha, explicó que cuando se fundó el euro, “Francia
quería equipararse a la fortaleza económica alemana”, mientras que el entonces
canciller alemán Helmut Kohl confiaba en que alentaría la unión entre los
socios de Europa. Enfatizó Schröder que la crisis actual “es una crisis
política y no de la moneda”, pero podría tener “el efecto paradójico” de
impulsar la unidad europea como quería Kohl. Según la opinión más compartida
entre los participantes en la mesa redonda, la integración es la vía para
salvar el euro. Lo contrario supondría el fin de la moneda única y un revés
brutal para 50 años de proyecto europeo.
La discusión contó
también con el ex primer ministro británico Tony Blair y con Yorgos Papandreu,
que presidió el Gobierno de Grecia entre 2009 y 2011. Compartieron sus
opiniones con el político y financiero irlandés Peter Sutherland, miembro como
ellos del Consejo para el Futuro de Europa que preside Nicolas Berggruen, así
como con un grupo de editores de prensa (entre ellos el presidente de EL PAÍS,
Juan Luis Cebrián) y periodistas. Antes de la reunión, Blair pronunció un
discurso en el que llamó a resolver la crisis económica para plantear los
objetivos de integración política y fiscal antes de consultar a los ciudadanos
si aceptarían el nuevo escenario político. Alertó del peligro de que Reino
Unido se descuelgue del proceso. Los euroescépticos, dijo, “están en lado
equivocado de la historia”.
Pero precisamente la
desafección de los ciudadanos hacia una Europa que algunos perciben como
empobrecedora u hostil fue otra de las claves de la jornada. El director de EL
PAÍS, Javier Moreno, lo planteó en términos morales. La desconfianza en las
instituciones europeas o hasta nacionales, dijo, radica en que los ciudadanos
“se sienten desprotegidos” ante el paro o la amenaza de perder sus prestaciones
sociales. Blair reclamó la necesidad de que los ciudadanos “vean que se deciden
soluciones y que se hace en común”. La crisis del euro, advirtió, “ha revelado
la necesidad de reformas, pero no las ha provocado”. En ese sentido, criticó a
quienes presentan las reformas drásticas como una consecuencia de Europa y de
su crisis “en lugar de decir la verdad: que son reformas que habría que hacer
de todas maneras” como consecuencia de la globalización y del envejecimiento de
la población europea.
Desde el sector más
crítico con los rescates europeos, uno de los directivos del diario populista y
conservador Bild preguntó a los veteranos políticos por qué no se puede dejar la Unión Europea tal y
como está ahora y, desde aquí, tratar de arreglar los problemas políticos. Fue
tajante en sus dudas sobre la unión política europea: “No la habrá, admítanlo”.
Schröder replicó que eso no significaría conservar el estado actual de unidad,
sino retroceder, “porque es obvio que el estado actual de integración no basta
para mantener una moneda común”. González admitió que “se puede avanzar sin
cambiar los tratados”, pero añadió que los acuerdos europeos “interesantes” no
se terminan de aplicar. Recordó con sarcasmo las negociaciones “urgentísimas e
históricas del mes de junio”, cuando se pusieron las vías para una unión
bancaria que, sin embargo, no llegará antes de 2014. Los Consejos europeos,
lamentó, “llegan con poco y tarde”.
Un periodista del
británico The Economist planteó diferencias entre los socios del euro citando
un libro del famoso economista euroescéptico alemán Hans-Werner Sinn. Para
atajar las diferencias de competitividad, dice, “habría que rebajar los
salarios y los precios en Grecia un 30%, lo mismo que en España, así como un
20% en Francia y un 10% en Italia”. O permitir que suban en porcentajes
similares en Alemania, Finlandia y Austria. González calificó la cifra de “muy
arbitraria” y abogó por aumentar “la productividad por hora de trabajo”.
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