Brasil entra en 2014 lleno de incógnitas políticas y económicas, pero
sin ruido de sables. La nave que lleva a bordo a la democracia navega sin
percances autoritarios desde hace casi 30 años, dejando en lejanía los 21
negros años de dictadura militar.
El país de la gente feliz, a pesar de sus grietas
sangrientas de violencia producida sobre todo por el infierno del comercio de
la droga, vive ya de manera estable en el territorio de las libertades
democráticas de los países modernos.
Y esa vida en democracia, aunque se trate -como demostraron las
protestas del pasado junio- de una democracia aún necesitada de ser
liberada del peso que le fueron imponiendo las prevaricaciones de muchos
políticos y las tentaciones populistas de turno, no tiene vuelta atrás. Hoy los
brasileños, en su inmensa mayoría, ya no renunciarían a los valores
democráticos conquistados con dolor y a veces, hasta con sangre.
Se trata de una realidad que es necesario resaltar. Este país -que en su
capacidad de reivindicaciones políticas parecía un gigante adormecido, que
aceptaba sin indignarse todas las fechorías y corrupciones cometidas contra la
democracia por quienes deberían vigilarla- parece hoy inquieto y desilusionado
con la política.
Brasil ha perdido la virginidad de su adolescencia y está demostrando que
quiere seguir viviendo en democracia. Aunque lo demuestre solo a través de su
decepción contra una forma de ejercer la política que considera una afrenta a
la democracia ya conquistada.
La protesta contra la forma con la que los políticos actúan, la
decepción ante sus conductas antiéticas, la amenaza del voto nulo masivo en las
próximas elecciones, no significan un desinterés y menos un desprecio por la
democracia, sino un afán por formas más limpias, más participativas, sin que
las empañen privilegios, desigualdades y escándalos de corrupción que los
medios de comunicación nos sirven cada mañana junto con el desayuno.
No he visto, en medio a las protestas y desencantos con la política, una
sola voz pidiendo la vuelta de los sables de los militares o añoranzas por
viejas dictaduras que acaban oprimiendo, sobre todo, a las clases más
desposeídas.
Lo que se escucha es una cierta incredulidad y hasta miedo de que los
políticos actuales no sean capaces de defender la conquistada democracia, que
ha hecho crecer a este país en los últimos 30 años con aportaciones de unos y
otros, en modernidad y en bienestar económico, aunque se desarrolle aún entre
sangrantes desigualdades.
Mientras en países como Europa crece un malestar que tiene tintes de
nostalgia por pasados autoritarios, con tentaciones antisemíticas, de caza al
diferente, de intransigencias autoritarias que parecían olvidadas y muertas, en
Brasil es al revés. Se lucha para abrir mayores márgenes de democracia y se
protesta contra las posibles tentaciones de populismos o de diques a la
democracia. Los brasileños quieren másdemocracia”, no menos.
Y no temen a los diferentes o extranjeros: los acogen. No nutren añoranzas por
dictadores del pasado y, si acaso, critican a muchos políticos que parecen a
veces excesivamente autoritarios o con dificultades de aceptar la democracia
con todas sus consecuencias.
Existe, por ejemplo, un cierto malestar entre los ciudadanos cuando los
que ocupan el poder dan la sensación de haberse apoderado del Estado o se
consideran insustituibles. O disgusto cuando, en ocasiones, los políticos en el
poder se resisten a aceptar a una oposición y a una alternativa de poder
legítima e indispensable para que la democracia no se corrompa.
Considerar, por ejemplo, a la oposición como enemiga por el simple hecho
de que luche con armas democráticas para llegar al poder, es uno de los mayores
peligros contra la democracia. Como lo es, al revés, el miedo de la oposición a
ejercer como tal, a pesar de que a veces una parte considerable de la población
pueda sentirse a gusto con el poder de turno.
En cualquier circunstancia, y en los mejores años de vacas gordas, la
oposición política sigue siendo indispensable para que la esencia de la
democracia, que es la alternativa en el poder, no acabe pudriéndose.
Pocos como el periodista e intelectual Reinaldo Azevedo, en su blog de
la revista Veja y en su columna semanal del diario Folha
de São Paulo, han subrayado siempre este temblor de la oposición ante las
conquistas sociales del expresidente Lula da Silva y de su sucesora, Dilma
Rousseff. Yo mismo escribí en este diario, recogido y traducido por el diario O
Globo, un artículo titulado Y Lula se comió a la oposición. Y
desde entonces la oposición democrática sigue sufriendo una especie de complejo
edípico frente al poder del Partido de los Trabajadores (PT).
Brasil conmemorará este año la séptima elección presidencial consecutiva
en la historia del país, como ha destacado el columnista deFolha de São
Paulo, Fernando Rodrigues. Serán casi 30 años de juego democrático sin
necesidad de que se agiten los cuarteles.
Los brasileños aceptarán en octubre sin dificultad el resultado de las
urnas. Si, como indican los sondeos hoy, vuelve a repetir mandato la presidenta
Dilma Rousseff y con ella el PT, Brasil lo celebrará. Y si, por imponderables
que aún no aparecen claros, los brasileños se decidieran por una alternancia -a
manos del centrista PSDB o del socialista PSB, por ejemplo, partidos ambos a los
que la democracia de este país les es deudora- también habrá fiesta.
No me pasa ni por la imaginación que en el caso improbable de que el PT
perdiera después de 12 años en el poder (en el que ha realizado conquistas
indiscutibles, sobretodo en el campo social) pueda haber un intento de salida
autoritaria.
Hoy nos puede parece normal que líderes históricos del partido del
Gobierno, acusados de corrupción hayan pasado unas Navidades en la cárcel sin
que se haya movilizado el partido, sin que el Gobierno haya firmado decretos de
amnistía y sin que la calle se haya movilizado a su favor, pero sería algo
impensable hace solo 20 años. Todo ello ha sido posible gracias a una
democracia consolidada, sin vuelta atrás. Ahora se trata solo de que siga
siendo alimentada y enriquecida con mayores márgenes de libertad, menores
desigualdades y un propósito firme de que esa democracia siga trayendo a los
brasileños mayor bienestar económico, mayor seguridad personal y colectiva,
mayores oportunidades para todos y no solo para los privilegiados, para no
desperdiciar tantos talentos potenciales como alberga este país. Y una
esperanza de mejora para los jóvenes, que tuvieron la suerte de haber nacido ya
en democracia.
Podría parecer algo normal para los que nunca vivieron la tragedia de
una dictadura. No lo es en la historia agitada del continente latinoamericano,
azotado tantas veces en el pasado (y aún hoy en algunos de sus países) por el
virus de populismos autoritarios, siempre enemigos de los valores democráticos,
se vistan de rojo o de negro.
Esa conquista de la consolidación de la democracia, de la posibilidad de
poder vivir en libertad sin la sombra de miedos policiales o vueltas atrás, es
mucho más importante que ganar el Mundial.
Brasil entra pues en 2014 como campeón en su vocación indiscutible de
defender y ampliar sus conquistas democráticas conquistadas con no poco y dolor
y sacrificio.
Brasil no necesita ya de caudillos ni salvadores de la patria. Es un
país moderno que ha entrado de lleno en la dinámica del juego democrático y que
se siente a gusto en ella.
Quiere ser, eso sí, protagonista de esa conquista, sin dejarla solo en
manos de los que pretenden imponerse a los ciudadanos en todas las decisiones,
dejandoles solo la mísera libertad de votar cada cuatro años. Y de manera
obligatoria.
Y eso tampoco tiene ya vuelta atrás. Sería mejor, por tanto, que no lo
olvidasen los políticos. A ellos, por cierto, los ciudadanos no los aprecian
más porque se implanten pelo, sino por sus valores éticos y su empeño en
defender y perfeccionar la siempre imperfecta pero insustituible democracia, a
la que hoy no existe otra alternativa que la barbarie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario