Latinoamérica debe
ahora diversificar sus exportaciones y mejorar la educación.
Hace 30 años arrancaba en América del Sur la oleada democrática que
revirtió las dictaduras de la década de los setenta. En una cálida mañana de
1983, Raúl Alfonsín asumió la presidencia de la República Argentina, luego de
una vigorosa campaña en que logró, ante el asombro de la mayoría, vencer a un
peronismo que parecía invulnerable. Hace poco compartimos con el sindicalista
Hugo Moyano un acto de presentación de una biografía del líder radical y él
contaba —con mucha gracia— la incredulidad con que los peronistas iban
recibiendo, el día de la elección, los resultados electorales que mostraban
para ellos un impensable resultado.
A Argentina le siguieron Uruguay y Brasil, en marzo de 1985, y luego
Paraguay, en febrero de 1998, cuando el general Rodríguez, consuegro de
Stroesner, destronó al viejo dictador y abrió el país a la vida democrática.
Todos esos procesos de transición fueron distintos. En Argentina, la
derrota de las Malvinas sumergió al régimen militar en el oprobio y simplemente
entregó el poder sin previa negociación. En Brasil, por una curiosa ingeniería
política, muy lusitana, el cambio se produjo en el Parlamento que, con
restricciones, funcionaba bajo la dictadura: se asoció el líder opositor,
Tancredo Neves, con quien era entonces el líder de un partido oficialista y
frustraron los planes del régimen de elegir un presidente complaciente. Así
abrieron el país a la libertad. El fallecimiento de Tancredo Neves dio la
oportunidad a José Sarney, quien presidió un Gobierno moderado y hasta hoy, en
el Senado, sigue siendo fiel de la balanza.
En Uruguay, el proceso de apertura se abrió en 1980 con un histórico
plebiscito en que fue derrotada la propuesta institucional del régimen militar
y, tras cuatro años de arduas negociaciones, se produjo el retorno de la
democracia a partir de marzo de 1985.
La apertura chilena fue muy peculiar: ocurrió en marzo de 1990, pero
Pinochet, el golpista de 1973 y líder de una severísima dictadura, permaneció
como comandante en jefe del Ejército hasta 1998. Algo análogo, aunque de signo
político contrario, ocurrió en Nicaragua, porque abierta la elección por la
revolución sandinista, triunfó la señora Violeta Chamorro, viuda de un
periodista asesinado por el régimen de Somoza. Ella tuvo que gobernar con un
ejército conducido por el sandinismo y, pese a todas las tensiones acumuladas,
reencaminó al país.
Mirando esos 30 años en perspectiva, se registra el mejor momento
democrático de la región. Salvo la arcaica excepción cubana, en todos lados se
vota. Por supuesto, esa legitimidad de origen no nos conduce necesariamente a
un Estado de derecho resplandeciente. Muchas grietas asoman en la construcción
de ese edificio. Basta pensar en los agravios que la prensa libre ha sufrido en
Venezuela, Ecuador y aun Argentina, para advertir cuánto falta todavía en la
consolidación de nuestras democracias.
Un gran aliado internacional ha sido, desde 1989, el fin de la guerra
fría, que estuvo detrás de todas las turbulencias anteriores. Solo fría entre
las potencias, en América Latina fue ardiente y sangrienta, con guerrillas
armadas y entrenadas por el bloque comunista y golpes de Estado prohijados o
por lo menos bendecidos desde el Pentágono.
Hoy vivimos en otro mundo. Aun en lo económico, donde la globalización
nos ha regalado una avalancha de crédito a bajo interés y una oleada de precios
espectaculares para las materias primas y alimentos. México y Centroamérica,
por su asociación comercial con EE UU, son quienes menos se beneficiaron de
este favorable clima de negocios, pero el conjunto ha crecido a tasas
desconocidas. Nunca los términos de intercambio entre exportaciones e
importaciones nos fueron más favorables. Desgraciadamente hay países que,
inexplicablemente, por su voluntarismo económico y su agresividad política, no
terminan de estabilizarse, como es el caso argentino, que celebró los 30 años
de democracia con una sangrienta ola de saqueos.
Todo indica que ese eufórico tiempo se irá moderando, pero no se
avizoran crisis como las de 2008. El peligro está en que todos nuestros países
siguen dependiendo de materias primas. Incluso Brasil, que desde los años 30
soñó ser potencia industrial, ha encontrado hoy en la agricultura
(especialmente la soja, impulsada por China) el mayor factor de expansión.
La necesidad de diversificar las exportaciones y los rezagos
generalizados en materia educativa, aparecen hoy como los desafíos prioritarios
para toda la región. La pobreza ha bajado, pero la desigualdad permanece y si
no se produce una mejoría sustantiva en el nivel de formación de la nueva
generación, un renovado cuello de botella frustrará la posibilidad de alcanzar
un estatus de país desarrollado que algunos —como Chile— creen avizorar.
Julio María Sanguinetti, abogado y periodista, fue
presidente de Uruguay (1985-1990 y 1994-2000).
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