Majestuoso testimonio de un poder agostado

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viernes, 12 de julio de 2013

Internet, democracia e imperio


Los ciudadanos deberán obligar a las empresas de comunicación a elegir a quién quieren servir, a los Estados o a ellos.

 

 



¿Es Internet una herramienta de liberación o de opresión? Hasta las revelaciones de Edward Snowden, hemos podido vivir en el, al parecer, feliz malentendido de que la combinación de Internet y las redes sociales habían concedido a los individuos una capacidad de organización y actuación prácticamente ilimitada. Las redes sociales, nos han venido diciendo, no solo nos empoderan socialmente sino que ponen a nuestro alcance una poderosísima herramienta política. Twitter y Facebook, aunadas a la capacidad de Google para diseminar en tiempo real un increíble volumen de información de un extremo a otro del planeta, se habrían convertido en las nuevas armas con las que la ciudadanía podría controlar el poder y, eventualmente, resistirse a la tiranía. Como lo fueron en su momento la imprenta, la radio o la televisión, Internet ofrecería hoy a los ciudadanos la capacidad de zafarse de cualquier forma de autoridad política monopolística y autoritaria. Esta es, a grandes rasgos, la que podríamos describir como la visión horizontal, o libertaria, de la tecnología. Y aunque a veces exagerada, como el caso de las supuestas revoluciones de Twitter en Túnez o Egipto, que nunca fueron tal, esta visión contenía elementos suficientemente robustos como para albergar una esperanza razonable de que la tecnología y la democracia podían estar sólidamente aliadas.
Pero tras Snowden nos vemos obligados a conceder mayor verosimilitud a la visión contraria, que podríamos llamar autoritaria o vertical. Porque, por mucho que antes sospecháramos (recuérdense las revelaciones sobre la red Echelon) ahora sabemos que mientras millones de ciudadanos usan despreocupadamente Internet y las redes sociales, una serie de Estados han adquirido la capacidad de controlar verticalmente esa red y su contenido.
La línea de defensa de las autoridades estadounidenses se ha centrado en: uno, asegurar que la capacidad de escucha solo se refiere a los llamados metadatos, es decir que no hay control de contenidos sino solo de flujos; dos, que solo hay acceso excepcional y bajo estricto control judicial a los contenidos completos de la información, como viene ocurriendo tradicionalmente con las escuchas telefónicas; y, tres, aunque a los demás nos sirva de poco, que los objetos de esta vigilancia nunca han sido ciudadanos estadounidenses dentro de Estados Unidos.
Sin embargo, esta versión edulcorada parece tener muy poco de cierto. Las revelaciones de Snowden a la revista Cryptome apuntan a que el acceso por parte de los servicios de inteligencia a los cables submarinos por los que transitan los datos de Internet permite a estos servicios tener un acceso completo a todos los contenidos que transitan por la red, siendo el único problema la capacidad de almacenamiento y procesamiento, que hoy por hoy se situaría en 72 horas, después de lo cual se procede al borrado. Teniendo en cuenta la velocidad a la que aumenta la capacidad de almacenamiento y procesamiento, es lógico suponer que esa barrera de las 72 horas se irá ampliando progresivamente sin gran dificultad. Así pues, si se sabe lo que está buscando, el acceso sería completo, lo que incluye desde las comunicaciones de los individuos a sus expedientes médicos, todo.
El análisis de estos hechos puede plantearse en dos ámbitos: el de los ciudadanos (tecnología y democracia) y el de los Estados (tecnología e imperio). En el primero debemos comenzar a pensar seriamente cómo controlar más eficazmente a esas grandes multinacionales de la comunicación social ya que, aunque nos empoderan horizontalmente, también están al servicio de aquellos que nos quieren controlar. Si quieren asegurar su libertad, los ciudadanos deberán obligar a esas empresas a elegir a quién quieren servir, a los Estados o a ellos, y mostrar claramente las garantías con la que harán.
En el segundo, el de los Estados, nos obliga a cuestionarnos hasta qué punto es verdad que el ascenso de los países emergentes suponga una igualación del poder de los Estados y, en paralelo, el fin de la hegemonía estadounidense. ¿De verdad vamos a un tipo de mundo donde EEUU es solo un poder más? ¿O más bien estamos ante la capacidad de EEUU de perpetuar su posición hegemónica sobre la base de una capacidad tecnológica-militar netamente superior a cualquier competidor? La horizontalidad de los Estados, al igual que la de los ciudadanos, también podría ser otra quimera.
Desde tiempo inmemorial, la autoridad política ha estado estructurada de manera que, hacia dentro, unos pocos han gobernado a otros muchos mientras que, hacia fuera, el sistema internacional se ha organizado de forma jerárquica con un pequeño centro de poder y una gran periferia. En los dos casos, la dominación se ha basado en la superior capacidad tecnológica ¿Por qué iban a ser las cosas diferentes ahora? 

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