El capitalismo está gestando una nueva mutación que actuará como un
tsunami.
MIGUEL
TRIAS SAGNIER/EL PAÍS
Se suele
atribuir al gran economista Ronald Coase la acuñación del concepto de costes de
transacción como aquellos necesarios para que funcionen los intercambios en el
mercado. Entre los mismos se incluyen los costes de negociación de los
contratos, de administración de los mercados y de ejecución de las
obligaciones. Sus seguidores fueron engrosando su catalogación e incluyeron,
entre otros, una cierta dosis de corrupción.
La idea
es que el mercado necesita un marco de libertad para su funcionamiento. Algunos
de los actores aprovechan ese marco de libertad para abusar de la confianza de
los demás, enriqueciéndose ilícitamente. Cuando los abusos son excesivamente
frecuentes es preciso introducir medidas administrativas para su prevención y
normas punitivas para su castigo. Pero, nos dicen los economistas liberales,
una excesiva regulación atenaza al mercado y resulta a la postre más
ineficiente que la aceptación de un cierto grado de transgresión.
Este es
uno de los pilares que sustentó la arquitectura ideológica neoliberal imperante
en el mundo desde la subida al poder de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. En
ese marco de referencia, que influyó en todo el espectro político y en todos
los estamentos de nuestro mundo económico, se extendió la tolerancia hacia un
cierto grado de deslealtad y abuso. Se aceptaba la existencia de paraísos
fiscales y cuentas opacas en Suiza como un mal necesario para el funcionamiento
de los mercados financieros internacionales. Se admitía que los directivos de
las grandes empresas persiguieran su propio beneficio aun cuando chocara con
los intereses de sus accionistas. Se toleraban prácticas financieras agresivas
aun cuando pudieran redundar en pérdidas graves para los ahorradores. Y se
miraba hacia otro lado cuando el sistema político utilizaba de forma
sistemática medios ilegales para financiar partidos y sindicatos e incluso para
enriquecer a sus líderes. Todo ello se consideraba indeseable cuando se hacía
demasiado patente, pero se toleraba de forma generalizada como un conjunto de
costes necesarios para el funcionamiento de una sociedad próspera.
Stephen
Zweig nos describió, en un maravilloso libro del que trae causa el título de
este artículo, el mundo del imperio austrohúngaro anterior a la I Guerra
Mundial. El horror de la guerra transmutó radicalmente ese escenario en el que
la sociedad burguesa vivía plácidamente bajo la mirada benefactora del
paternalista emperador. Todo ese mundo se vino abajo y los que no supieron
adaptarse fueron abatidos por la ola de la historia. El mundo occidental no ha
sufrido una nueva guerra, pero sí una crisis que, de forma definitiva,
cuestiona el dominio mundial ejercido por Europa y Estados Unidos desde hace
200 años. En el marco de este profundo movimiento tectónico se está produciendo
un cambio de paradigma.
Lo que
hasta 2007 se consideraba indeseable, pero necesario para el funcionamiento del
sistema, ha dejado de ser tolerable cuando el engranaje ha dejado de funcionar.
El capitalismo, siempre capaz de reinventarse, está generando una nueva
mutación con efectos particularmente severos en los eslabones más débiles de la
cadena, que hoy por hoy son los de la periferia europea y, particularmente,
España. En este nuevo contexto, las instituciones que no sean capaces de
entender que las reglas del juego han cambiado serán arrolladas por el tsunami.
Ninguna debe sentirse inmune, desde las más altas instancias del Estado hasta
los partidos y sindicatos de todos los colores y adscripciones nacionales. La
catarsis afectará a todas nuestras élites, también del mundo empresarial y
profesional, todas ellas actores de ese mundo de ayer. Sin duda, ello deberá
llevar aparejado un cambio generacional. Se necesitan nuevos líderes no
contaminados por las redes de complicidades y silencios que envolvían ese
mundo.
Pero no
creamos que el cambio nos llevará necesariamente a un mundo purificado. Italia
nos da el ejemplo de una crisis institucional mal resuelta. El escándalo de
Tangentópolis se llevó por delante el sistema de partidos imperante desde el
final de la II Guerra Mundial y, en lugar de metamorfosearse en una versión más
sana, fue capturado por el populismo de Berlusconi, bajo cuya égida el país ha
sufrido un proceso de empobrecimiento económico y moral sin precedentes.
Hagamos
votos pues para que nuestras instituciones sepan regenerarse. Contamos con
gente honesta y buenos profesionales. Lejos de dejarnos llevar por el fatalismo
que parece perseguir a nuestro país de manera inexorable, tenemos que depurar
las prácticas que corrompen nuestras instituciones. La madera de los nuevos
líderes la tenemos allí. Si sabemos promover de forma decidida la
transparencia, al tiempo que damos paso a la nueva generación, nuestros hijos
se enorgullecerán de nosotros. En caso contrario, la ola pasará por encima y es
probable que se lleve consigo la paja y el grano, dando lugar a un nuevo escenario
desolado en el que se maldecirá nuestra memoria.
Miguel
Trias Sagnier es
catedrático de la Facultad de Derecho de ESADE.
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