Foto: LA NACION
Hay margen
en la Argentina para recuperar la ética reformista? La pregunta resalta sobre
el claroscuro de un proceso histórico que, al influjo de crisis y
perturbaciones económicas, va trasponiendo, uno tras otro, varios umbrales de
declinación.
A las
palabras, decía un antiguo refrán, se las lleva el viento. El proverbio es más
dramático cuando se refiere a la política. Una década de
palabrerío, discursos tonantes y propagandas que afirmaban que el país recorría
el período de crecimiento y transformación más notable de su historia, ahora ha
quedado atrapada por un inevitable ajuste económico y una hiriente incapacidad
del Estado para doblegar al flagelo de la inseguridad y del narco-tráfico.
Duele admitir que, tras la euforia, la Argentina
vuelve a mirarse en el espejo de su propia ineptitud. Los indicadores los
padecemos a diario: inflación, criminalidad, caída del producto y del empleo,
crecimiento de la marginalidad y de la exclusión social. Enterrados en el corto
plazo no vemos más allá del horizonte inmediato de una alternancia presidencial
hacia fines del año que viene.
Así, de tanto tropezar, estamos de nuevo en una
encerrona ante la cual se levanta una montaña de obstáculos semejante a la
metáfora de que se valía Leandro Alem para dar cuenta, al término de su
trayectoria, de una desesperación para él irremediable. No obstante, dirán
otros espíritus más optimistas, la Argentina está en estos días menos alejada
de la esperanza -papa Francisco mediante- que del estancamiento y la repetición
circular de sus errores más evidentes.
Reconforta que soplen estos aires, aunque quizás no
sea ocioso apuntar que una política capaz de despertar esperanzas en el pueblo
debería llegar envuelta en un sobrio conocimiento de la realidad y en un
reconocimiento del valor de los medios en la acción de gobierno. El modo en que
el régimen representativo hace las cosas es tan decisivo como la finalidad del
bien público que debería inspirar a los gobernantes. Calidad de la legislación,
calidad de la ejecución, sentido de la oportunidad : tres deficiencias con
respecto a estos propósitos que se entrelazan en circunstancias diversas. La
polémica en torno al proyecto de Código Penal es un ejemplo.
La realidad que hoy nos agobia es otra muestra de
la pereza e ignorancia con que solemos actuar. En los últimos años -en especial
entre octubre de 2011 y estos meses de comienzo de 2014- hubo una
"politización" desmesurada de la economía unida a un voluntarismo no
menos virulento. El Gobierno imaginaba que había descubierto la piedra
filosofal de una economía que desenmascararía, con sus raigales virtudes
nacionales y populares, las recetas que se imponían desde afuera. Vaciaron los
asuntos de Estado de conocimientos técnicos y no prestaron atención (hasta que
llegó la hora de la verdad) a un saber acumulado, imperfecto sin duda e
impregnado de no pocas arrogancias, que ha decantado al menos la idea de que
con ciertas reglas básicas de la macroeconomía no se juega impunemente.
Si de consensos se trata, éste último: el de tener
a buen resguardo las variables de la macroeconomía, junto con los atinentes a
la seguridad y la educación, deberían ser la clave de bóveda de una nueva
política (confiemos en que este concepto, luego de los desaguisados que se han
cometido en su nombre, conserve todavía alguna entidad proyectada hacia el
futuro). La macroeconomía en forma es condición necesaria de inversión,
desarrollo de la infraestructura y trabajo; la seguridad y la educación lo son
a su vez del combate contra la desigualdad y la degradación del delito.
Establecer un orden de prioridades es por
consiguiente un capítulo central para orientar el comportamiento de los
partidos y de las organizaciones sindicales, empresariales, religiosas y
culturales que hoy buscan delinear programas en torno a consensos. No todo se
puede hacer al unísono. Las listas largas de lo que habría que llevar a cabo no
son pues aconsejables. Busquemos por tanto pocas prioridades, cuya enunciación
y energía para llevarlas adelante debería provenir, en primer lugar, de la
dirigencia política.
Si "los políticos" como a veces
despreciativamente se los llama desde otros sectores, no se ponen a la
vanguardia de una política de coincidencias básicas, no sería extraño que
terminen a remolque de otro grupos de interés por más rectos que sean los
aportes de dichos grupos. El desafío no es para nada intrascendente porque en
el curso de la década kirchnerista se afirmó que la política había recuperado
imperio sobre el poder de las corporaciones.
En los primeros años no faltaron motivos para
avalar este designio. Luego ese modelo tan pregonado sufrió el impacto de la
paradoja de las consecuencias ya que, en contra de aquellas intenciones que
captaron apoyos fervorosos, la recuperación de la política ha sido escuálida.
Con el pie en el acelerador del hiperconsumo hasta desembocar en el ajuste,
pasando por el montaje de una incesante propaganda oficial, las pretensiones de
inclusión social han sido sepultadas por los resultados negativos que están a
la vista. Lección que no tendría que caer en saco roto.
Frente a estos descalabros, las oposiciones
deberían reivindicar los lineamientos de una política constructiva, lo cual
exige reformular el lenguaje y las actitudes que conforman el campo
republicano. Hoy, después de permanecer un tiempo olvidado, parecería que el
adjetivo republicano se ha puesto de moda. Lo invocan todos, en los partidos
pertenecientes a la tradición histórica del radicalismo y del socialismo con
sus desprendimientos más recientes, y en frentes derivados del tronco
peronista.
La retórica de la república estaría entonces
vistiendo en estos días a muchos actores. Pero esa representación carecería sin
embargo de sentido si se la ubicase exclusivamente en el plano de los fines,
olvidando que la tradición republicana es un fenómeno histórico tanto o más
atento a los medios de la acción política y a cómo se ejerce la gestión de la
cosa pública.
Este es el camino más adecuado para que la
ciudadanía perciba en la normas del derecho vigente los atributos que respaldan
su dignidad. Lamentablemente, este vínculo estrecho entre leyes y ciudadanía es
para nosotros una promesa fallida de la democracia. En lugar de cercanía, hay
distancia, opacidad, corrupción, protección a los poderosos y un aparato de
seguridad de policías, fiscales y jueces que, salvadas excepciones que honran a
los magistrados, hace las veces de un cuerpo ajeno, apartado de las privaciones
de justicia de la vida cotidiana.
Son estos vínculos entre las instituciones y la
existencia concreta de la ciudadanía los que tendría que rehacer una política
republicana con capacidad de gobernanza. En su desenvolvimiento, esta política
no podrá prescindir de los consensos básicos y de los fines del buen gobierno,
pero sobre todo deberá estar atenta al empleo que ese gobierno haga de los
medios, a su eficacia y transparencia y a la templanza que demanda prevenir y
sancionar.
Sin este talento práctico para convertir los
ideales republicanos en efectos tangibles, la incompetencia y el desgobierno
pueden arrasar con los mejores proyectos. ¿No es producto acaso de estas
falencias la penetración perversa del narcotráfico en los intersticios de
nuestras instituciones de seguridad? Dejemos el interrogante en suspenso porque
aún no tiene respuesta.
© LA NACION.
No hay comentarios:
Publicar un comentario