La clase política ers culpable de que Estados Unidos se halle al borde de la recesión
Antonio Caño Washington
Aunque Barack Obama, como presidente, acabaría cargando con la responsabilidad histórica de dejar caer al país por el abismo fiscal, el Partido Republicano está pagando por ahora el precio más alto, en cuanto a deterioro de su imagen y pérdida de credibilidad, por el estancamiento de las negociaciones para evitar una crisis económica tan innecesaria.
Pocas veces ha sido tan clara la culpa de la clase política por permitir que un país que está creando empleo y creciendo a un ritmo bastante saludable acabe en una probable recesión. Pocas crisis económicas habrá habido en Estados Unidos más evitable que esta que ahora se anuncia.
Toda la clase política norteamericana pagará, seguramente, las consecuencias ante los ciudadanos. Un 31% de la población, según una encuesta de Reuters, responsabiliza por igual a Obama, al Partido Republicano y al Partido Demócrata por haberse llegado a esta situación.
Sin embargo, de esos tres principales protagonistas del drama, son los republicanos los que se llevan la peor parte: según la misma encuesta, un 27% echa al culpa al partido de la oposición, un 16% al presidente y solo un 6% a los demócratas. En otra encuesta reciente de la cadena CNN, más de la mitad de los estadounidenses juzga a los republicanos como “demasiado extremistas”. Para los republicanos este episodio es, por tanto, un paso más en su proceso de distanciamiento de la sociedad.
El Partido Republicano ha afrontado la negociación sobre el abismo fiscal en medio de una duda hamletiana sobre su ser o no ser dentro de la política estadounidense. Las fuerzas que le empujan a ser un partido ideologizado y marcadamente conservador pugnan con las que le exigen recuperar su carácter centrista y ofrecer una imagen menos intransigente.
Esa tensión entre la derecha y el centro es una tradición dentro del republicanismo, pero siempre prevalecieron las tendencias más pragmáticas que mantuvieron al partido dentro los límites que se exigen a una organización mayoritaria y con vocación de gobierno. Así ha sido hasta la irrupción del Tea Party, que rompió ese equilibrio y satanizó a los moderados hasta el punto de sacar a varios de ellos del Congreso y de la política.
La derrota de Mitt Romney en noviembre puso en evidencia el fracaso de esa línea. Muchos candidatos del Tea Party perdieron sus escaños, mientras los electores huían de las posiciones aventureras y extremistas que se habían oído en la campaña. El partido entró en una fase de reflexión y reconstrucción que apenas ha empezado. Aunque muy disminuido, el Tea Party aún no ha tirado la toalla, y los republicanos no han resuelto oficialmente la duda sobre si su derrota fue provocada por su exceso de conservadurismo o por haber presentado a un candidato que no lo era lo suficiente. Al no haber despejado esa duda, no ha sido tampoco capaz todavía de encontrar un liderazgo.
En estas condiciones, la negociación con los republicanos para un asunto tan delicado como la política presupuestaria se ha hecho extraordinariamente difícil. Su dirigente más visible, el presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner, sufrió la afrenta la pasada semana de que sus propios compañeros de filas le echaran abajo su última propuesta.
Ese fracaso de Boehner fue la prueba más palpable del desconcierto que vive el partido. Es verdad que el Congreso actual cuenta todavía con la presencia de muchos seguidores del Tea Party elegidos en su apogeo de 2010, y que el próximo, que toma posesión el mes próximo, será algo más moderado. Pero eso no va a resolver automáticamente el dilema sobre qué rumbo adoptar.
A falta de un proyecto nacional, el Partido Republicano se ha convertido en una lucha por la supervivencia individual. La principal preocupación hoy del líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, es conseguir la reelección en 2014 en el muy conservador estado de Kentucky. La de Boehner es asegurarse que el próximo día 3 sus compañeros lo mantienen al frente de la Cámara de Representantes. En ambos casos, el abismo fiscal es solo la prueba que tendrán que salvar para alcanzar sus objetivos.
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