Mas nos tiene que
contar en detalle cómo va a llegar a la independencia y su precio.
No me acabo de reponer.
Cuando intentaba entender qué había llevado a los sindicatos catalanes a
defender un pacto fiscal y unas políticas lingüísticas que quiebran el
principio de igualdad entre los ciudadanos, me entero de que asistieron a la
manifestación independentista. Pero, en fin, con un poco de esfuerzo, puedo
conjeturar alguna explicación, no muy caritativa, puestos a decirlo todo. Eso
sí, lo que está fuera de mi entendimiento es el silencio de los sindicatos y de
la izquierda en el conjunto de España. Incluso algunos dicen, como en los años
de plomo, “algo habremos hecho los españoles para llegar aquí”. En realidad, se
deberían preguntar qué es lo que no han hecho, por su dejación, por qué han
aceptado sin rechistar tanta retórica trucada, peor que la de la Liga Norte.
Pero ahora, tal como ha
dibujado el debate Mas, ya no cabe silbar. La propuesta secesionista no permite
la equidistancia, por la misma razón que no hay un punto intermedio sobre el
matrimonio homosexual. A favor o en contra. Tampoco cabe la retórica de la
reacción, ese empalagoso “la culpa es que no nos quieren”. Si pueden, que
fundamenten su propuesta, que no es sencillo, pero que no se justifiquen. Me
fascinan las piruetas de quienes, para defender ideas que hace dos días
consideraban desvaríos, se explican a sí mismos. Toda su teoría es la de
Jeanette: “Yo soy rebelde porque el mundo me hizo así”. Hacer sociología de uno
mismo es negarse la capacidad de juicio. Deshonestidad intelectual.
El debate está abierto
y, por supuesto, cabe abordar sus fundamentos. Algunos hemos dedicado libros a
ello, pero, si me permiten una recomendación, busquen Secession, un clásico reciente escrito por un
filósofo de procedencia marxista, Allen Buchanan. Su tesis es sencilla. El
territorio político es un proindiviso, no una sociedad anónima. No es un
contrato entre partes. Sevilla es tan mía como de un sevillano. O tan poco.
Todo es de todos sin que nada sea de nadie en particular. Se decide en ese
espacio jurídico, no se decide ese espacio. Mi propiedad es legítima porque
existe previamente ese terreno común. Se vota dentro de las fronteras, no las
fronteras. El “derecho” a la separación es, si acaso, derivado, respuesta a una
violación sistemática de derechos básicos, como sucede con las colonias. La
democracia resulta imposible si una minoría, en desacuerdo con las decisiones,
amenaza con “marcharse con lo suyo”. Entonces la democracia rompe su vínculo
con las decisiones justas y se convierte en un juego de amenazas. Lo podríamos
llamar “el teorema de Marbella”: con una identidad compartida —que da el
dinero— a prueba de carbono 14 y un “expolio fiscal” estratosférico, los
marbellíes no pueden decidir que “se van con lo suyo”, porque, aunque dueños
cada uno de su parcela, Marbella no es suya con independencia de una ley de
todos y dentro de la cual cobra sentido hablar de mío y tuyo.
Eso sobre los
fundamentos, pero ahora estamos en otra cosa, en una respuesta política a la
iniciativa del nacionalismo. Quien se cargó el pacto fiscal fue Mas. El pacto
fiscal no es una alternativa a la independencia cuando se nos dice que es el
camino a la independencia. Si no estamos en lo mismo, no cabe discutir sobre
fiscalidad. Y si estamos en lo mismo, entonces, entre todos, como
conciudadanos, no como pueblos, nos ocupamos de la justicia distributiva —no de
la solidaridad, que no somos una ONG— atendiendo al principio —de la Constitución
española, que no de la venezolana— de que “toda la riqueza del país en sus
distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés
general”.
Es posible que, como
respuesta política, en algún momento, debamos preguntar por la independencia.
Una pregunta que por lo dicho, porque Cataluña, como territorio político, no es
más mía que de Anasagasti —por mencionar a un manifestante del otro día en
Barcelona—, debería hacerse a todos los españoles. De todos modos, quizá, en el
orden de las cosas, haya que pasar por una consulta en Cataluña. Sobre eso,
poco que añadir a lo escrito aquí mismo por Ruiz Soroa.
Pero ese sería el final
de un largo recorrido. El primer paso es que Mas vaya a unas elecciones con la
independencia por bandera. Sin subterfugios. Con la palabra exacta: independencia.
Su guión es nuevo: sus votantes compraron una negociación y ahora les ofrece un
drama. Es algo más que el truco fundante del nacionalismo: un conjunto de
individuos (los nacionalistas) sostiene que otro conjunto de individuos (más
numeroso) es una nación y que ellos son sus portavoces. Ahora nos dice que esos
otros quieren irse de un país. Un mensaje que no admite presentaciones desdramatizadas.
Mas nos tiene que contar en detalle cómo va a llegar a la independencia y su
precio. Quizá los catalanes comiencen a reparar —los empresarios, ya avisan—
que la fuente de sus problemas no es “Madrid”, sino sus dirigentes.
No solo Mas tiene que
hablar. No está de más decirlo. Con frecuencia, ante las tesis nacionalistas,
buena parte de nuestra clase política no pasa del “no estoy de acuerdo, pero
las respeto”. Como si les preguntaran sobre el vegetarianismo. A nadie se le
ocurriría responder lo mismo a cuenta del sexismo. Si uno está en contra de
algo, lo que hace es combatirlo en buena ley democrática. Tampoco vale, ahora
menos que nunca, esa actitud intimidada que lleva a tantos a no opinar sobre lo
que pasa en otra parte de España. Personas capaces de manifestarse en contra de
remotas injusticias se callan ante el temor de que les digan que “no se metan
en nuestras cosas”. Se han de escuchar todas las voces, no ya porque seguimos
hablando de redistribución de riqueza entre conciudadanos o de vetos que rompen
la igualdad en el mercado de trabajo, sino porque se trata del marco político
de todos. Y su ruptura tendrá consecuencias en la vida de todos.
Pero hay otras razones
para que todos hablen. En esas elecciones votaremos los catalanes, pero antes
de hacerlo nos importa saber qué estamos decidiendo, qué nos jugamos. Algo que
no depende de nosotros. Y Mas no puede contestar a las preguntas importantes,
que no son que si ejército o Barça, sino
qué pasará con las empresas españolas, los mercados, las pensiones, los
funcionarios del Estado, nuestros ahorros, la financiación de nuestras empresas
y mil cosas más. Mas nos dirá que la vida sigue igual. Pero nos mentirá. Lo que
pueda venir después de una separación no depende de sus fantasías. No se ve por
qué quienes tanto nos malquieren, tras un desgarro de tal magnitud, van a estar
deseando amistar en una confederación. El cuento de que todo seguirá como si
tal cosa es una patraña más de los nacionalistas. Por ejemplo, cuando les
preguntan por la Unión
Europea. En esto, al menos, Pujol ha sido sincero. Estaremos
fuera.
Esto se ha puesto serio
y ya nada va a ser igual. Mas se ha metido en un fangal y si encalla, no puede
pretender que, al final, todo sea como antes. Ya no cabe el equilibrismo. Es
posible que los nacionalistas intenten una nueva pirueta, pero es cosa de todos
—un debate nacional— recordarles que ellos han dibujado un dilema en el que no
hay terceras vías ni marcha atrás. Que nadie se engañe, la situación actual no
es resultado de ningún agravio, sino de una estrategia de muchos años con la
independencia como chantaje latente. Sin tregua, porque, alimentada de su
propio éxito, el resultado siempre era el mismo: tan ofendidos como antes y los
demás preguntándonos qué habíamos hecho. Una meditada ingeniería social
consentida por todos ha permitido levantar una sociedad de ficción. Así ha sido
posible que aceptáramos delirios como que los catalanes no puedan escolarizarse
(también) en su lengua mayoritaria y común. Ahora Mas ha dado por terminado el
juego. Bien, le tomamos la palabra. A las elecciones sin ambigüedades. A
sabiendas, eso sí, de que al día siguiente nada volverá a ser igual. Entre
todos discutiremos esto y discutiremos todo. Desde el principio.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Su último libro
publicado es La trama estéril (Montesinos).
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