Tendrán que abordar
las insatisfacciones de la sociedad y las relaciones internacionales.
Me embarqué en un viaje
de estudio a China organizado por el European Council on Foreign Relations
(ECFR), suponiendo que el mayor reto a que se enfrentaba el país giraba en
torno al fomento del consumo doméstico para mantener tasas de crecimiento
elevadas. Concluido el viaje, aprecio una compleja imagen, mezcla de
autoconfianza e incertidumbre, de aplomo y agitación.
Pese a su inminencia, un
halo de misterio envuelve el XVIII Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh).
Se supone que tendrá lugar en octubre, pero las fechas exactas siguen siendo
desconocidas y es poco lo que ha trascendido acerca del proceso interno y de
las deliberaciones preparatorias.
Creíamos saber al menos
el nombre del ungido nuevo secretario general del PCCh —Xi Jinping—, aunque
nadie fuera capaz de agotar medio minuto detallando sus ideas y previsibles
líneas de actuación. Su misteriosa evaporación —Jinping estuvo desaparecido dos
semanas, cancelando de forma repentina reuniones con la secretaria de Estado de
EE UU y con los primeros ministros de Dinamarca y Singapur, actuaciones especialmente
extraordinarias en un país obsesionado por el protocolo— no hizo más que
alentar conjeturas y acentuar el interés en este decisivo traspaso de poderes.
Esta desaparición permitió cuestionar, además, cómo un liderazgo propenso al
secretismo puede gobernar eficazmente la segunda economía mundial.
A pesar de la solidez
monolítica que exhibe de cara al exterior, China se encuentra en estado de
mutación. Alardea de confianza de puertas afuera, mientras internamente bulle
de asimetrías. Su indudable éxito económico —aunque esté estrechamente
vinculado a la globalización del comercio— destaca en descarnada oposición al
notorio sentido de crisis e inseguridad que se respira entre bastidores.
En este contexto, los
dirigentes de China se enfrentan en la actualidad a dos retos bien definidos:
el primero se centra en las crecientes exigencias e insatisfacciones de la
sociedad china en general —de los campesinos a los trabajadores urbanos, de los
estudiantes a los pensionistas—; el segundo gira en torno a la actitud del país
en el ámbito de las relaciones internacionales. ¿Será capaz el nuevo Gobierno
de abordar estas cuestiones?
Pese a los éxitos
cosechados en la batalla contra la pobreza, y la prosperidad alcanzada, el
crecimiento económico —por más que sea una fuente vital de legitimidad— ya no
es suficiente. Se percibe un descontento generalizado. Si bien las estadísticas
varían dependiendo de cómo se acote el concepto de “incidente de masas”, tan
solo en 2011 hubo unos 180.000 en China. La creciente clase media urbana, y las
sorprendentemente bien organizadas comunidades rurales, exigen con progresivo
énfasis un Gobierno responsable y más transparente (esto es, menos corrupto),
un aire y un agua más puros, suministros más seguros de alimentos y fármacos y
un sistema judicial independiente que funcione.
La insatisfacción
popular está ligada a un fenómeno que, sin excepción, ha salido a la luz en las
numerosas conversaciones mantenidas con académicos, intelectuales y altos
funcionarios: los imprecisos límites de la legalidad reinantes en la China de hoy. La
indeterminación de la ley ha creado una “tierra de nadie” en la que las
autoridades campan a sus anchas: la seguridad jurídica es un anhelo, mientras
que la vida cotidiana depende de cuán hábilmente se naveguen las aguas
procelosas de lo “tolerado”, cuya frontera cambia al antojo de los poderosos.
Con todo, el Estado de
derecho desempeña un papel destacado en el discurso político. Reconociendo
formulariamente su importancia, los funcionarios, en un alarde de creatividad,
vuelven el concepto del revés, tal y como ha quedado demostrado en los
recientes esfuerzos del PCCh para justificar la purga e investigación a que fue
sometido el antiguo secretario del PCCh del municipio de Chongqing, Bo Xilai,
presentada como un ejemplo de la “salvaguarda del Estado de derecho”.
Dejando de lado los
pronunciamientos formales, para que los dirigentes satisfagan las apremiantes
exigencias y acallen el descontento, tendrán que comprometerse de forma eficaz
con el Estado de derecho; cambio que también tendría trascendentales
consecuencias en lo que respecta a la proyección mundial de China.
En la escena
internacional, la reciente aparición de China como actor clave —aunque todavía
renuente— ha puesto de manifiesto que no tiene una idea clara de la
delimitación de su futuro papel, ni está tampoco dispuesta a asumir las
responsabilidades aparejadas a su relevancia. Se la ve titubear a la hora de
desarrollar su poder “blando” o de influencia, o de convencer a sus
interlocutores, próximos y lejanos, del carácter pacífico de su ascensión.
La percepción de hoy en
día es que China está socavando el actual orden mundial, mientras vocea
ingeniosas interpretaciones de conceptos tales como democracia, pluralismo o
representación. Sus acciones en Siria —alineándose con Rusia para bloquear la
acción internacional— así como en las disputas territoriales con sus vecinos
son paradigmáticas de esta tendencia.
Causa, por tanto, poca
sorpresa que muchos vean las políticas de China como expresión material de la
exhortación de Deng Xiaoping en pro de una estrategia consistente en “ocultar
nuestra luz y alimentar nuestro poder”. Y pese a que China presenta sus actos
como una búsqueda de equilibrio, su capacidad de convicción dependerá de la
determinación de sus dirigentes para asumir el Estado de derecho, sustancial y
no solo nominalmente, como base fundamental de la armonía que públicamente
propugnan.
Hasta la fecha, la
supervivencia política del sistema comunista chino ha descansado
fundamentalmente en la identificación y eficaz solución de los problemas
cotidianos más acuciantes. En los 30 años posteriores a la muerte de Mao Zedong
en 1976, cada uno de los tres dirigentes que han pasado por la presidencia del
país con mandato decenal ha dejado una marca clara e indeleble: Deng creó la
economía de mercado a la china, articulada en Cuatro Modernizaciones”; su
sucesor, Jiang Zemin, aseguró la reevaluación del partido y la ampliación de su
base en las Tres Representaciones; mientras que el objetivo del saliente Hu
Jintao ha sido el desarrollo, principalmente del interior del país, mediante
una política de privatizaciones masivas y a gran escala.
Sin perjuicio de los
interrogantes que suscita la próxima transición política, cabe esperar que el
nuevo equipo gobernante adoptará el pragmatismo —común denominador de los
dirigentes posteriores a Mao—, y que los nuevos líderes comprendan que la mejor
estrategia, tanto interna como de política internacional, pasa por concentrar
sus ingentes recursos y energías, al fortalecimiento de las instituciones y de
la seguridad jurídica, en detrimento del poder arbitrario del PCCh.
Ana Palacio es miembro del Consejo de Estado.
© 2012 Project Syndicate.
© 2012 Project Syndicate.
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