Majestuoso testimonio de un poder agostado

Majestuoso testimonio de un poder agostado

domingo, 25 de diciembre de 2016

One More Try: George Michael


Careless Whisper: George Michael


Así caen las repúblicas

La enfermedad de la política estadounidense no comenzó con la llegada 
al poder de Trump.


El presidente electo de EE UU, Donald Trump.  (REUTERS)


PAUL KRUGMAN/EL PAÍS


Mucha gente está respondiendo al auge del trumpismo y los movimientos xenófobos en Europa leyendo historia, en concreto, la de la década de 1930. Y hace bien. Hay que estar deliberadamente ciego para no ver los paralelismos entre el auge del fascismo y la actual pesadilla política.
Pero la década de 1930 no es la única época de la que podemos aprender algo. Últimamente he leído mucho sobre el mundo antiguo. Al principio, tengo que admitirlo, lo hacía por entretenimiento y para refugiarme de las noticias, que empeoran a cada día que pasa. Pero no he podido evitar fijarme en los ecos contemporáneos de algunos capítulos de la historia de Roma, y más concretamente, en el relato sobre la caída de la República Romana.
Y he descubierto lo siguiente: las instituciones de la república no protegen frente a la tiranía cuando los poderosos empiezan a desafiar las normas políticas. Y la tiranía, cuando llega, puede prosperar aunque mantenga una apariencia de república.
En cuanto al primer punto: la política romana conllevaba una competencia feroz entre hombres ambiciosos. Pero, durante siglos, esa competencia estuvo limitada por ciertas normas aparentemente inquebrantables. He aquí lo que cuenta Adrian Goldsworthy en En el nombre de Roma: “Por muy importante que fuese para un individuo alcanzar la fama y mejorar su reputación y la de su familia, ello siempre debía estar supeditado al bien de la república... Ningún político romano decepcionado recurría a la ayuda de una potencia extranjera”.
Estados Unidos era así antes, con senadores ilustres que afirmaban que debíamos “frenar en seco la política partidista”. Pero ahora tenemos un presidente electo que pidió abiertamente a Rusia que lo ayudase a difamar a su oponente, y todo indica que el grueso de su partido estaba y está conforme con ello. (Un nuevo sondeo pone de manifiesto que la aprobación de Vladimir Putin entre los republicanos ha crecido aun cuando —o, más probablemente, precisamente por ello— ha quedado claro que la intervención rusa desempeñó una función importante en las elecciones de EE UU). Ganar las luchas nacionales es lo único que importa, olvídense del bien de la república.
¿Y qué le pasa a la república como consecuencia de ello? Es famoso el hecho de que, sobre el papel, Roma nunca dejó de ser una república para convertirse en un imperio. Oficialmente, la Roma imperial seguía gobernada por un Senado que, dadas las circunstancias, se remitía al emperador (cuyo título inicialmente significaba únicamente “comandante”) para todo lo que importaba. Puede que no estemos yendo por el mismo camino exactamente —aunque ¿podemos estar seguros de ello?—, pero ya ha empezado el proceso de destrucción de la esencia democrática al tiempo que se mantienen las formas.
Piensen en lo que acaba de pasar en Carolina del Norte. Los votantes han tomado una decisión clara, y han elegido a un gobernador demócrata. La legislatura republicana no ha invalidado abiertamente el resultado —no esta vez, en cualquier caso—, pero, a efectos prácticos, le ha arrebatado su poder al gobernador, y se ha asegurado de que la voluntad de los votantes no tenga peso real.
Si sumamos cosas así a los intentos constantes de privar del derecho al voto a los grupos minoritarios, o al menos disuadirles de que voten, tenemos los cimientos de un Estado monopartidista de facto: uno que sigue fingiendo que existe una democracia, pero que ha amañado el juego para que el bando contrario nunca gane.
¿Por qué está pasando esto? No pregunto por qué los votantes blancos de clase trabajadora respaldan a políticos cuyas políticas los perjudican (volveré sobre ese asunto en futuras columnas). Mi pregunta es más bien por qué a los políticos y los funcionarios de uno de los partidos ya no parece importarles lo que antes se consideraban valores estadounidenses fundamentales. Y seamos claros: este es un problema republicano, no algo que “los dos bandos hacen”.
¿Y qué impulsa ese comportamiento? No creo que sea algo puramente ideológico. Los políticos que supuestamente defienden el libre mercado están descubriendo que el capitalismo basado en el amiguismo funciona bien siempre que los amigos sean los correctos. No guarda relación con la lucha de clases; la redistribución de la riqueza de las clases baja y media entre los adinerados está presente en todas las políticas republicanas modernas. Yo diría que el ataque contra la democracia se debe simplemente al arribismo de los burócratas de un sistema aislado de las presiones externas mediante unas circunscripciones electorales manipuladas, una lealtad partidista inquebrantable y cantidades ingentes de ayuda económica de los plutócratas.
Lo único que les importa a esas personas es acatar la disciplina del partido y mantener el dominio de este. Y sí, a veces, parecen consumidas por la rabia contra cualquiera que cuestione sus actos, y bueno, así es como responden siempre los piratas cuando se los acusa de piratería.
Todo esto deja clara una cosa: que la enfermedad de la política estadounidense no empezó con Donald Trump, como tampoco la enfermedad de la República Romana empezó con César. Los cimientos de la democracia hace décadas que se están erosionando, y nada garantiza que alguna vez sea posible restaurarlos.
Pero si albergamos alguna esperanza de redención, tendremos que empezar por admitir lo mal que está la situación. La democracia estadounidense se encuentra al borde del abismo.
Traducción de News Clips.


domingo, 18 de diciembre de 2016

I Want to know what love is: Foreigner


Ojalá: Silvio Rodríguez


Razón de vivir: Víctor Heredia y Mercedes Sosa


Balance 2016. Jaque a la democracia liberal: la antipolítica llegó al poder

Trump, el Brexit, los nacionalismos xenófobos: en 2016, las ideas liberales enfrentaron derrotas apoyadas en el descontento ciudadano.

Ilustración: Alejandro Agdamus.


Enrique Peruzzotti/La Nación




El fin de la Guerra Fría y el colapso del sistema totalitario soviético representaron el momento culminante de una oleada democratizadora global que se había iniciado a mediados de los años setenta en Europa y que resultó en la notable expansión de la democracia liberal en el mundo. La dimensión que alcanzó ese proceso fue impactante, a tal punto que algunos intérpretes llegaron a anunciar que representaba el comienzo de un nuevo ciclo histórico caracterizado por el predominio incontrastable de la democracia liberal.
Quizá la más conocida expresión de esa perspectiva es la de Francis Fukuyama, quien en un muy difundido ensayo declaró el fin de la historia en tanto guerra de ideologías: tras enfrentar durante todo el siglo XX a intimidantes enemigos, argumentaba, el modelo occidental de democracia salió victorioso del combate ideológico. Nos encontrábamos frente a una era marcada por el triunfo y la difusión de los ideales del liberalismo democrático en la que era dable esperar futuras oleadas democráticas que cerraran el ciclo de difusión planetaria de dicho régimen político. La globalización de la democracia era una promesa que desbordaba los límites del Estado-Nación. El proceso de integración de la UE señalaba cómo los principios del liberalismo democrático podían también aplicarse a la construcción de estructuras de gobernanza supranacional.
El año que termina -con la victoria de Donald Trump en los Estados Unidos, el triunfo del Brexit y el ascenso de los nacionalismos europeos- terminó de poner en jaque no sólo el sistema político de la democracia liberal, sino los valores que sostuvieron la globalización como su correlato cultural: la diversidad, el multiculturalismo, la apertura, la convivencia pacífica de las diferencias.
El triunfo del capitalismo
El extraordinario triunfo político del liberalismo democrático lo fue también del capitalismo. El colapso de la economía soviética y el proceso de liberalización económica de China fueron las expresiones más dramáticas del triunfo de la economía de mercado sobre el socialismo de Estado. La revolución en las comunicaciones, por su parte, generó una notable expansión y aceleración de los flujos financieros y de capital. La liberalización económica que se inició en los años ochenta se tradujo, asimismo, en un notable crecimiento del comercio internacional.
Fue en los países de Europa Central y del Este en que esos desarrollos adquirieron quizá una expresión más dramática, dado que los tres procesos mencionados se desarrollaron casi en forma simultánea. Allí, la caída del imperio soviético activó una triple transición hacia el capitalismo, la democracia liberal y la integración supranacional. América latina, por su lado, logró exitosamente avanzar en un proceso regional de consolidación democrática, a la par que experimentaba con dispar éxito con políticas de liberalización económica y de integración subregional.

El optimismo de Fukuyama acerca de una vuelta de página de dimensiones históricas parecía ratificarse en la entusiasta aceptación por parte de la mayoría de los países de ambas regiones de la democracia liberal como única forma legítima de orden político. En años recientes, sin embargo, los vientos políticos parecen haber cambiado significativamente y, sobre todo en esas dos regiones, brotan expresiones políticas que cuestionan a la democracia liberal.
El nuevo ciclo se inició en la década pasada en América latina y está marcado por la resurrección del populismo, que se expresa en gobiernos que promueven medidas institucionales de fuerte cuño antiliberal. El caso más ilustrativo es el de la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, en la que derechos e instituciones paradigmáticos de la democracia liberal han sido barridos por las prácticas autoritarias del llamado socialismo del siglo XXI. Similar amenaza se cierne en torno al Ecuador de Rafael Correa.
Pero es en la Europa contemporánea donde se observan los desarrollos más preocupantes. En primer lugar, varias de las viejas democracias han sido testigo del crecimiento de fuerzas abiertamente antidemocráticas: en países como Bélgica, Francia, Grecia y Hungría, partidos xenófobos de extrema derecha como Interés Flamenco (Vlaams Belang), el Frente Nacional, Amanecer Dorado, o el Movimiento por una Hungría Mejor (Jobbik) vienen incrementando su popularidad de forma preocupante.
Sin embargo, el desafío más apremiante que enfrenta la democracia liberal no viene de fuerzas abiertamente autoritarias, sino de partidos y gobiernos que hablan en nombre de la democracia. El verdadero fantasma que azota hoy a la democracia liberal es el del populismo, es decir, fuerzas políticas que pretenden avanzar un ideal democrático anti-liberal. A las mencionadas experiencias latinoamericanas de Chávez y Correa, se suman los casos europeos de Jaroslaw Kaczynski en Polonia, Robert Fico en Eslovaquia, o Viktor Orbán en Hungría. La amenaza que plantean estos gobiernos no es hipotética. No son fuerzas políticas marginales, sino partidos y coaliciones que han accedido al gobierno y poseen el poder político e institucional para llevar a cabo drásticos procesos de reforma institucional.
Corolario del liberalismo
El crecimiento reciente que experimenta el populismo no está desligado de la difusión exitosa que la democracia liberal ha alcanzado en diversas partes del mundo. Por el contrario, debe ser entendido como un corolario de dicho proceso. No es casualidad que el populismo muestre mayor vitalidad en regiones donde la difusión y consolidación de la democracia liberal logró sus mayores éxitos: América latina y Europa Central y del Este. Precisamente, el populismo expresa una alternativa contestataria que se desarrolla en sociedades en las cuales la soberanía popular provee el principio incuestionable de legitimidad política.
Eso indica que la tesis de Fukuyama no puede ser totalmente descartada. Más bien puede ser reformulada: lo que observamos no es tanto el triunfo de la democracia liberal, sino el debilitamiento de aquellas ideologías abiertamente antidemocráticas. Es necesario especificar la hipótesis inicial: el triunfo de la legitimidad democrática no equivale necesariamente al triunfo de la democracia liberal. La vitalidad política de la que goza el populismo en la actualidad indica precisamente que las amenazas a la democracia liberal provienen paradójicamente de fuerzas que hablan en nombre de la democracia.
El populismo critica a la democracia liberal por poco democrática. Los populistas consideran que los actuales regímenes democrático-liberales han sido exitosamente cooptados por elites políticas y económicas, de manera que las dinámicas que gobiernan la política representativa están totalmente desconectadas de los reclamos y preocupaciones del ciudadano común. Ese proceso de cooptación, argumentan, es el corolario de un diseño institucional orientado a proteger los intereses de las minorías por sobre los de las mayorías. La aspiración y promesa de todo gobierno populista es eliminar las barreras que en su interpretación conspiran contra un efectivo ejercicio del gobierno popular, lo que supone un proceso de purificación institucional para eliminar los elementos liberales que contaminan a la democracia. Eso pone en marcha un proceso de hibridación institucional y política cuyo desenlace más probable es el autoritarismo.
La reciente victoria electoral de Donald Trump sólo contribuye a complicar un escenario político global ya preocupante. El optimismo que predominaba en ciertos círculos acerca de los potenciales de la globalización ha sido reemplazado por estrategias de repliegue nacionalista y, en ciertos casos, por abierta xenofobia.
Como muestra el presente con respecto al optimismo de Fukuyama, ningún proceso puede pensarse como irreversible. Se puede por tanto pensar que tampoco iniciamos un irreversible camino al autoritarismo y dar batalla política a los desafíos del presente. La irrestricta defensa de un modelo liberal de democracia en crisis puede no ser la respuesta más adecuada, aunque sí la más extendida. Quizá la solución no se encuentre ni en la democracia liberal como la hemos conocido ni en su presente negación populista. Requerirá de imaginación política diseñar un modelo democrático que combine la protección de libertades y las respuestas a las demandas y frustraciones que han alimentado el presente ciclo populista.
El autor es profesor de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador del Conicet


domingo, 27 de noviembre de 2016

Michael Bolton: When a man loves a woman


Freddie Mercury: Don't Stop Me Now


Fidel Castro muere, el castrismo continúa

EL ÚLTIMO ICONO DEL SIGLO XX

El líder de la Revolución cubana fallece en La Habana a los 90 años y el Gobierno anuncia nueve días de homenajes.


DANIEL LOZANO / ÁNGEL TOMÁS GONZÁLEZ

La Habana/27/11/2016

Fidel Castro murió 10 años después de su primera 'muerte' dejando a la Humanidad una pregunta que para él ya estaba contestada, incluso antes de la gesta de Sierra Maestra: "Condenadme, no importa, la Historia me absolverá", uno de los alegatos de más calado político del siglo XX, con el que planteó su defensa en el juicio del asalto al Cuartel Moncada en 1953. "Con profundo dolor" comunicó Raúl Castro el fallecimiento a las 22.29 horas del viernes del "Comandante en jefe de la Revolución cubana".
Fidel Castro estuvo omnipresente en la vida de los cubanos desde que derrocara a Fulgencio Batista en el último día del año 1958. La cremación de sus restos dio inicio a los fastos funerarios, que se prolongarán hasta el domingo que viene con el entierro en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba. Una nueva "Caravana de la Libertad", otro de los símbolos revolucionarios, recorrerá durante cuatro días los 861 kilómetros que separan La Habana de la ciudad oriental.
Mañana y pasado el homenaje correrá a cargo de los habaneros, que preparan un acto masivo para el martes noche en la Plaza de la Revolución. Como ya sucediera durante la celebración de su 90 cumpleaños, la Revolución tirará la casa por la ventana con el culto exacerbado a su líder, como si su futuro dependiera del tamaño del mito.
En una Revolución construida a base de símbolos falleció el principal, tras semana y media de un hermetismo apabullante y sólo una sospecha en el aire de La Habana. Su desaire al evitar al primer ministro canadiense Justin Trudeau, hijo de uno de sus grandes amigos políticos, escondía una nueva recaída. Pero tantas veces anunciada, en esta ocasión el rumor no voló más allá de una ligera inquietud.
Sólo un día antes sí había recibido al líder vietnamita Tran Dai Quang, quien le regaló un cuadro del guerrero Fidel. En la fotografía distribuida a los medios, 'el Caballo', como le llamaban en Cuba, observa al Fidel de la pintura, casi sorprendido, rebosante de vida con su famoso uniforme verde oliva y con medio siglo menos. Desde que estuviera entre la vida y la muerte en 2006 y tras abandonar la presidencia de la República, La Habana se convirtió en una especie de 'Meca caribeña de las Ideas', a la que líderes políticos y dirigentes de la izquierda mundial y latinoamericana han acudido para conversar con el gurú Castro.
El Fidel poliédrico convertido en el símbolo de las gestas revolucionarias, un mismo personaje histórico clave del siglo XX, dictador sin escrúpulos y héroe antiimperialista; reformador social y verdugo de libertades.
"Podemos decir que la Historia le absolvió, pero también podemos decir: ¡Fidel, Comandante; misión cumplida!", clamó desde Caracas Nicolás Maduro, convencido de que su gran aliado "ha pasado a la inmortalidad".
Las condolencias se repitieron por medio mundo, incluidos amigos, enemigos históricos y hasta los neutrales. Porque si algo manejó con astucia Fidel durante su medio siglo de mando férreo en la isla fueron sus alianzas contra natura, incluida la del General Francisco Franco. A su muerte en 1975, La Habana decretó tres días de duelo.
"¡Hasta la victoria siempre!", gritó en su portada 'Granma', boletín oficial del Partido Comunista Cubano (PCC) que el propio Fidel manejó durante décadas, eligiendo unas noticias y censurando otras, entregado a sus primeras páginas como esos redactores jefes de toda la vida.
"Ha muerto Fidel Castro, que Dios le perdone, yo no", exclamaron las Damas de Blanco a través de sus redes sociales. «No está, se fue, hemos sobrevivido a Fidel Castro... La Historia dirá la última palabra. Pero mis nietos no escucharán sus interminables discursos», destacó la bloguera Yoani Sánchez.
La disidencia cubana no tiene ninguna duda sobre el juicio histórico. "Será recordado como un fracaso: fracasaron todas sus ansias de conquistas en África y en América Latina. Hay que sumar (también) el desastre de transformar a Cuba en uno de los países más pobres del Hemisferio Occidental al querer implantar un régimen al estilo soviético", protestó José Daniel Ferrer, líder de la Unión Patriótica de Cuba (Unpacu). "Nadie en la historia de este país ocasionó tanto daño al pueblo", añadió Antonio Rodiles, dirigente opositor de Todos Marchamos. Cuba vive una crisis tras otra, en esta ocasión afectada por la recesión económica de Venezuela y abatida por el éxodo constante de sus jóvenes.
El autócrata caribeño sumó 57 años en el poder, primero como presidente y después como líder en la sombra, con un peso político determinante sobre la Administración de su hermano. De aquí surge la gran paradoja: con la muerte de su hermano, Raúl puede dar rienda suelta a un mayor número de reformas que en muchas ocasiones su hermano frenó. Pero esto sucede cuando Barack Obama, coprotagonista del histórico deshielo entre Cuba y EEUU, ha iniciado la mudanza de la Casa Blanca para dejar paso a Donald Trump.
El magnate republicano anunció por Twitter la muerte del héroe de la Revolución: "Fidel Castro is dead!" ["Fidel Castro ha muerto"]. Obama, en cambio, insistió en las mismas claves que le acompañaron en su visita histórica de marzo a la mayor de las Antillas: "Extendemos nuestra mano amistosa al pueblo cubano".

Enfrentamiento EEUU y Cuba
El enfrentamiento entre EEUU y Cuba se inició cuando Fidel decidió comenzar de cero en el momento en el que la Revolución cubana asumió el poder en el año 1959. Y fue lo que hizo. Castro, en la década de los años 60 del pasado siglo, redujo a cero el modelo de capitalismo que había regido en la isla durante 57 años con la meta de crear una sociedad nueva donde el dinero no fuera la principal meta de la vida. Se llamó la 'Ofensiva Revolucionaria' y consistió en que Fidel con un solo discurso, la noche del 13 de marzo de 1968, clausuró los 58.012 negocios privados que representaban el último reducto de la economía privada en la isla. Eran bares, diminutos comercios de barrios, y puestos ambulantes de vendedores de bocadillos, helados y cafés.
Un año antes, en 1967, Castro le había declarado al politólogo francés K.S. Karol que "es absolutamente necesario desmitificar el dinero, y no rehabilitarlo".
El proceso de exterminar los nichos supervivientes del mercado local fue la medida aplicada con el propósito final de implantar una sociedad donde el dinero sería destronado de su protagonismo social y económico y sería sustituido por los valores morales. Por lo que el líder cubano, ante la muchedumbre que aplaudió en marzo de 1968 el linchamiento oral de la iniciativa privada, argumentó la muerte del mercado diciendo: "¿Vamos a construir el socialismo o vamos a construir puestos de venta al aire libre? No hicimos aquí una Revolución para establecer el derecho a comerciar. Esta revolución tuvo lugar en 1789 y aquella fue la era de la revolución burguesa, de los comerciantes, de los burgueses.
Esa noche se inició el tránsito hacia una sociedad apartada de la ley del mercado y los valores sociales de la burguesía a la puesta en práctica del 'fidelismo'. El pilar de su doctrina era que la sociedad cubana asumiera el rol protagónico de valores éticos con el fin de crear un "hombre nuevo" liberado de la meta de las posesiones de bienes materiales como símbolo del éxito personal.
El 'Che' Guevara fue el teólogo revolucionario del 'fidelismo' y quien, acuñó el concepto del "hombre nuevo". Con su temprana muerte guerrillera en el año 1967, Castro no sólo perdió a su teórico principal sino también a un significativo líder espiritual de la sociedad revolucionaria cubana. Ambos, además, compartían el objetivo idealista de que se podía llegar a abolir algún día el dinero como incentivo material y valor de cambio. Pero como raras veces la realidad obedece a la teoría, el "hombre nuevo" se estrelló contra "el hombre viejo" y el propio Castro en el año 1993, forzado por la crisis económica que padecía la isla, tuvo que restituir el mandato del dinero con la medida de despenalizar la tenencia y circulación del dólar, la moneda del enemigo.
Castro tenía auténtica devoción por el discurso oral y se apoderaba de la audiencia. Un público que dentro y fuera de la isla recibió con zozobra la noticia de su muerte, aunque la Revolución se preparó durante una década para este momento. Incluso el propio Fidel aprovechó el Congreso del Partido Comunista Cubano (PCC) en abril para despedirse de los suyos: "Tal vez sea de las últimas veces que hable en esta sala".
Uno de los grandes protagonistas de la Crisis de los Misiles de 1963 anunció ese día: "Pronto deberé cumplir 90 años. Nunca se me habría ocurrido tal idea y nunca fue fruto de un esfuerzo, fue capricho del azar. Pronto seré ya como todos los demás. A todos llegará nuestro turno". Un turno que no llegaba, protegido por los orishas, según los santeros locales. Durante décadas, pareció inmortal. Ni la CIA, ni la mafia de Chicago, ni los antirrevolucionarios pudieron con él, pese a las 634 operaciones, conspiraciones fallidas o magnicidios abortados que tanta envidia dieron a su gran amigo venezolano Hugo Chávez. Trajes de buzo contaminados, helados envenenados, bombardeo en las playas, puros habanos intoxicados, incluso granadas en vez de pelotas de béisbol construyeron una realidad que parecía ciencia ficción.
La poderosa imagen de Fidel Castro acompañó a los cubanos durante cuatro décadas y media, hasta que lastrado por la edad y debilitado por el "accidente de salud", forzó la sucesión en su hermano pequeño. Raúl, en cambio, ya ha anunciado lo que nunca hizo Fidel: dejará el poder en 2018.
"El gran problema que enfrenta ahora el castrismo es el tiempo", asegura el disidente Rodiles. La sucesión está abierta dentro de un régimen que mantiene el control de una sociedad que hace tiempo decidió escapar. Entre los aspirantes, en primera línea, un heredero de la familia: Alejandro Castro Espín, militar todopoderoso que sólo aparece en los momentos trascendentales, ya sea en la visita del presidente estadounidense como en las negociaciones con el ruso Vladimir Putin. El escritor cubano Norberto Fuentes, cercano a la familia Castro antes de exiliarse a Miami con la ayuda de Gabriel García Márquez, narró cómo el propio Fidel entrenaba a diario al primogénito de Raúl.
Y mientras tanto, un país cansado de esperar tiempos mejores. "El pueblo nuevamente se crecerá frente a las dificultades, sin el menor atisbo de derrotismo y plena confianza en su Revolución", alentó este verano el General de Ejército, como llaman a Raúl en los medios oficiales. El mismo que liberó de grilletes orwellianos a los cubanos, autorizando el libre acceso a los hoteles, permitiendo la compra de teléfonos móviles, la compraventa de coches y casas y, sobre todo, abriendo una ventana más amplia a la iniciativa privada. Pero el mismo presidente que sigue asfixiando a sus detractores y que no ha podido impedir que el país se enfrente a una nueva recesión económica.


domingo, 20 de noviembre de 2016

Charly García y el Flaco Spinetta: Rezo por vos.


La decadencia de occidente


El ‘Brexit’ y el triunfo de Trump son un síntoma inequívoco de esa muerte lenta en la que se hunden los países que pierden la fe en sí mismos y renuncian a luchar.


FERNANDO VICENTE






Primero fue el Brexit y, ahora, la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Sólo falta que Marine Le Pen gane los próximos comicios en Francia para que quede claro que Occidente, cuna de la cultura de la libertad y del progreso, asustado por los grandes cambios que ha traído al mundo la globalización, quiere dar una marcha atrás radical, refugiándose en lo que Popper bautizó “la llamada de la tribu” —el nacionalismo y todas las taras que le son congénitas, la xenofobia, el racismo, el proteccionismo, la autarquía—, como si detener el tiempo o retrocederlo fuera sólo cuestión de mover las manecillas del reloj.
No hay novedad alguna en las medidas que Donald Trump propuso a sus compatriotas para que votaran por él; lo sorprendente es que casi sesenta millones de norteamericanos le creyeran y lo respaldaran en las urnas. Todos los grandes demagogos de la historia han atribuido los males que padecen sus países a los perniciosos extranjeros, en este caso los inmigrantes, empezando por los mexicanos atracadores, traficantes de drogas y violadores y terminando por los musulmanes terroristas y los chinos que colonizan los mercados estadounidenses con sus productos subsidiados y pagados con salarios de hambre. Y, por supuesto, también tienen la culpa de la caída de los niveles de vida y el desempleo los empresarios “traidores” que sacan sus empresas al extranjero privando de trabajo y aumentando el paro en Estados Unidos.
No es raro que se digan tonterías en una campaña electoral, pero sí que crean en ellas gentes que se suponen educadas e informadas, con una sólida tradición democrática, y que recompensen al inculto billonario que las profiere llevándolo a la presidencia del país más poderoso del planeta.
La esperanza de muchos, ahora, es que el Partido Republicano, que ha vuelto a ganar el control de las dos cámaras, y que tiene gentes experimentadas y pragmáticas, modere los exabruptos del nuevo mandatario y lo disuada de llevar a la práctica las reformas extravagantes que ha prometido. En efecto, el sistema político de Estados Unidos cuenta con mecanismos de control y de freno que pueden impedir a un mandatario cometer locuras. Pues no hay duda que si el nuevo presidente se empeña en expulsar del país a once millones de ilegales, en cerrar las fronteras a todos los ciudadanos de países musulmanes, en poner punto final a la globalización cancelando todos los tratados de libre comercio que ha firmado —incluyendo el Trans-Pacific Partnership en gestación— y penalizando duramente a las corporaciones que, para abaratar sus costos, llevan sus fábricas al tercer mundo, provocaría un terremoto económico y social en su país y en buen número de países extranjeros y crearía serios inconvenientes diplomáticos a Estados Unidos.

El ímpetu que ha permitido a Trump ganar estas elecciones demuestra que es algo más que un simple demagogo.

Su amenaza de “hacer pagar” a los países de la OTAN por su defensa, que ha encantado a Vladímir Putin, debilitaría de manera inmediata el sistema que protege a los países libres del nuevo imperialismo ruso. El que, dicho sea de paso, ha obtenido victoria tras victoria en los últimos años: léase Crimea, Siria, Ucrania y Georgia. Pero no hay que contar demasiado con la influencia moderadora del Partido Republicano: el ímpetu que ha permitido a Trump ganar estas elecciones pese a la oposición de casi toda la prensa y la clase más democrática y pensante, muestran que hay en él algo más que un simple demagogo elemental y desinformado: la pasión contagiosa de los grandes hechiceros políticos de ideas simples y fijas que arrastran masas, la testarudez obsesiva de los caudillos ensimismados por su propia verborrea y que ensimisman a sus pueblos.
Una de las grandes paradojas es que la sensación de inseguridad, que de pronto el suelo que pisaban se empezaba a resquebrajar y que Estados Unidos había entrado en caída libre, ese estado de ánimo que ha llevado a tantos estadounidenses a votar por Trump —idéntico al que llevó a tantos ingleses a votar por el Brexit— no corresponde para nada a la realidad. Estados Unidos ha superado más pronto y mejor que el resto del mundo —que los países europeos, sobre todo— la crisis de 2008, y en los últimos tiempos recuperaba el empleo y la economía estaba creciendo a muy buen ritmo. Políticamente el sistema ha funcionado bien en los ocho años de Obama y un 58% del país hacía un balance positivo de su gestión. ¿Por qué, entonces, esa sensación de peligro inminente que ha llevado a tantos norteamericanos a tragarse los embustes de Donald Trump?
Porque, es verdad, el mundo de antaño ya no es el de hoy. Gracias a la globalización y a la gran revolución tecnológica de nuestro tiempo la vida de todas las naciones se halla ahora en el “quién vive”, experimentando desafíos y oportunidades totalmente inéditos, que han removido desde los cimientos a las antiguas naciones, como Gran Bretaña y Estados Unidos, que se creían inamovibles en su poderío y riqueza, y que ha abierto a otras sociedades —más audaces y más a la vanguardia de la modernidad— la posibilidad de crecer a pasos de gigante y de alcanzar y superar a las grandes potencias de antaño. Ese nuevo panorama significa, simplemente, que el de nuestros días es un mundo más justo, o, si se quiere, menos injusto, menos provinciano, menos exclusivo, que el de ayer.

No solucionarán ningún problema, agravarán los que ya existen y traerán otros más graves.

Ahora, los países tienen que renovarse y recrearse constantemente para no quedarse atrás. Ese mundo nuevo requiere arriesgar y reinventarse sin tregua, trabajar mucho, impregnarse de buena educación, y no mirar atrás ni dejarse ganar por la nostalgia retrospectiva. El pasado es irrecuperable como descubrirán pronto los que votaron por el Brexit y por Trump. No tardarán en advertir que quienes viven mirando a sus espaldas se convierten en estatuas de sal, como en la parábola bíblica.
El Brexit y Donald Trump —y la Francia del Front National— significan que el Occidente de la revolución industrial, de los grandes descubrimientos científicos, de los derechos humanos, de la libertad de prensa, de la sociedad abierta, de las elecciones libres, que en el pasado fue el pionero del mundo, ahora se va rezagando. No porque esté menos preparado que otros para enfrentar el futuro —todo lo contrario— sino por su propia complacencia y cobardía, por el temor que siente al descubrir que las prerrogativas que antes creía exclusivamente suyas, un privilegio hereditario, ahora están al alcance de cualquier país, por pequeño que sea, que sepa aprovechar las extraordinarias oportunidades que la globalización y las hazañas tecnológicas han puesto por primera vez al alcance de todas las naciones.
El Brexit y el triunfo de Trump son un síntoma inequívoco de decadencia, esa muerte lenta en la que se hunden los países que pierden la fe en sí mismos, renuncian a la racionalidad y empiezan a creer en brujerías, como la más cruel y estúpida de todas, el nacionalismo. Fuente de las peores desgracias que ha experimentado el Occidente a lo largo de la historia, ahora resucita y parece esgrimir como los chamanes primitivos la danza frenética o el bebedizo vomitivo con los que quieren derrotar a la adversidad de la plaga, la sequía, el terremoto, la miseria. Trump y el Brexit no solucionarán ningún problema, agravarán los que ya existen y traerán otros más graves. Ellos representan la renuncia a luchar, la rendición, el camino del abismo. Tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, apenas ocurrida la garrafal equivocación, ha habido autocríticas y lamentos. Tampoco sirven los llantos en este caso; lo mejor sería reflexionar con la cabeza fría, admitir el error, retomar el camino de la razón y, a partir de ahora, enfrentar el futuro con más valentía y consecuencia.

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2016.
© Mario Vargas Llosa, 2016.


domingo, 6 de noviembre de 2016

Sting: If I ever lose my faith in you


El cisma que creó Trump

Si gana el candidato republicano, habrá un riesgo mayor para la democracia, porque intentará convertirse en el primer dictador de la historia estadounidense. El daño a la nación ya está hecho: un cisma político y social tan grave como el de la Guerra Civil.

ENRIQUE KRAUZE/el país

                                                                     EVA VÁZQUEZ

Gane quien gane, el daño está hecho, y es inmenso. Nunca, en 240 años de continuidad, la democracia estadounidense corrió un riesgo semejante. La Guerra Civil de 1861 a 1865 tuvo un saldo de casi 800.000 muertos, pero su origen no fue un conflicto en torno a la democracia sino al pacto federal, desgarrado entre dos bandos irreconciliables por el tema de la esclavitud. La crisis actual dejará un cisma no menos grave: un cisma político, social, étnico, cultural y a fin de cuentas moral, que solo el tiempo, los cambios demográficos, el relevo de las generaciones y una sabiduría política suprema podrán, quizá, reparar.
Las teorías de cómo pudo llegar Estados Unidos a este extremo llenarán bibliotecas. Se argumentarán causas económicas, efectos perversos de la globalización, irrupción de zonas profundas e irracionales en el pueblo estadounidense (racismo, xenofobia, “supremacismo” blanco, aislacionismo), rechazo de los políticos y hartazgo de la política. Todas son válidas, pero ninguna se equipara al efecto letal que tiene en un pueblo —efecto comprobado una y otra vez en la historia— de abrir paso a un demagogo.
Todos los demagogos que aspiran al poder o lo alcanzan son iguales, aunque sus filiaciones ideológicas sean distintas y aun opuestas. Como su raíz lo indica, irrumpen en la escena pública a través de la palabra que halaga al pueblo. En nuestro tiempo, el medio específico es la televisión, que convirtió a Trump en una “celebridad” mucho antes de que soñara con contender para la Casa Blanca. Una vez posicionado, el demagogo (primero en creer en su advocación) esparce su venenoso mensaje que invariablemente comienza por dividir al pueblo entre los buenos (que lo siguen) y los malos (que lo critican). Más ampliamente, los malos son “los otros”. En el caso de Trump, los mexicanos (violadores, asesinos), los afroamericanos, los musulmanes, los discapacitados, los que no nacieron en Estados Unidos (sobre todo si tienen la piel oscura) y las mujeres, esa mitad del electorado que ha dicho “respetar como nadie” pero que en realidad desprecia como nadie.

El demagogo divide al pueblo entre los buenos (los que le siguen) y los malos (los que le critican)

A partir de ese daltonismo político y moral, todo demagogo recurre a la teoría conspiratoria: “Detrás” de los hechos, en la penumbra, trabajan los poderes que urden la aniquilación de los buenos y la entronización de los malos. Para “probar” su teoría no es necesaria ninguna evidencia. Más aún, las evidencias estorban. Para los adeptos, proclives a creerle todo, sus elucubraciones son dogmas, artículos de fe. Y así se va abriendo paso una mentalidad no solo ajena sino opuesta a la razón, la demostración empírica, la verdad objetiva.
Para el demagogo la verdad es algo que se siente, se intuye, se decreta, se revela, no algo que se busca, demuestra, refuta o verifica. Lo que importa es el discurso de la emoción, de la pasión, que con facilidad deriva en la insidia, el insulto, la descalificación, la violenta condena de quien piensa distinto. Analizando la cuenta de Twitter de Trump, The New York Times compiló 6.000 insultos, todo un récord de excrecencia.
El sustrato psicológico habitual del demagogo es triple: megalomanía, paranoia y narcisismo. Tres palabras significativas (o sus equivalentes) no faltaron nunca en las histéricas concentraciones de Trump: “Grande” (big, bigly, greathuge);“enemigos” acechantes (China, México, el islam) y, por supuesto, la palabra clave: YO (o su hipócrita sinónimo: NOSOTROS). De la combinación de las tres el demagogo arma su monótono mensaje: solo YO os haré grandes y enfrentaré a los enemigos, solo YO sé cómo instaurar un orden nuevo y grandioso sobre las ruinas que los enemigos dejaron. La historia comienza o recomienza conmigo. El borrón y cuenta nueva es otro rasgo distintivo del demagogo.

El ‘presidente Trump’ convertiría su mandato en un interminable reality show

Lo que sigue siempre, en el camino del demagogo, es el asalto a las instituciones republicanas y democráticas. Trump no respetó (y seguramente no respetará, gane o pierda) una sola: fustigó a la prensa supuestamente “vendida” a las élites, sugirió que tomaría acciones contra los medios que lo han criticado, expresó de mil formas su desprecio por el sistema judicial: encarcelaría a Hillary, alentaría la práctica de la tortura, forzaría la elección de una persona conservadora para llenar el puesto vacante en la Suprema Corte, lo cual provocaría un retroceso de décadas para toda la legislación liberal (incluida en primer término la reforma migratoria).
El presidente Trump (y aún no creo que he escrito estas tres palabras) daría la mayor latitud posible al poder ejecutivo: destruiría probablemente o minaría a la OTAN, desquiciaría el orden mundial, acosaría dramáticamente a México (su chivo expiatorio). En el frente interno, intentaría gobernar al margen del Congreso y convertir su presidencia en un interminable reality show, un litigio en el que él, y solo él, al final, gana. El Grand Old Party, el antiguo gran partido, ha sido otra institución arrasada por ignorar las enseñanzas de los Founding Fatherssobre el riesgo de las tiranías. No se repondrá fácilmente de haberse convertido en un indigno títere de Trump. Pero quizá la institución más lastimada sea la propia democracia cuyo mecanismo esencial, el sufragio confiable, Trump —en un acto sin precedentes— ha puesto en entredicho, y cuya premisa fundamental —la convivencia cívica, el respeto elemental hacia el otro y lo otro— ha pisoteado.
El daño está hecho, el cisma es profundo, pero en el caso de que gane Hillary la democracia resistirá con menor dificultad. A Trump lo habrá vencido su soberbia, su pasado borrascoso, su actitud irredimible, todas las facetas de su execrable persona, expuestas por dos protagonistas colectivos que habrán salvado el honor de esa confundida nación: la prensa escrita (sobre todo The New York Times y The Washington Post) y las mujeres que lo han denunciado. El instinto natural de libertad, aunado a la experiencia histórica, permitiría en este caso abrigar esperanzas en una recuperación progresiva de una vida cívica normal que abra paso a nuevos liderazgos en ambos partidos y dé inicio a un proceso de honda retrospección nacional que permita vislumbrar un futuro digno del sueño americano.
¿Y si gana Trump? Entonces Estados Unidos estará —como ellos mismos dicen, utilizando una frase extraída del béisbol— frente a “un juego totalmente nuevo”. El riesgo de supervivencia democrática será mucho mayor porque Trump intentará ser, con toda probabilidad, el primer dictador de la historia estadounidense. Un país dividido reeditará, con menos violencia pero con igual encono, el momento más oscuro de su historia, el cuatrienio terrible de la Guerra Civil.

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.