Trump, el Brexit, los nacionalismos
xenófobos: en 2016, las ideas liberales enfrentaron derrotas apoyadas en el
descontento ciudadano.
Ilustración: Alejandro Agdamus.
Enrique Peruzzotti/La Nación
El fin de la Guerra Fría y el colapso del sistema totalitario soviético
representaron el momento culminante de una oleada democratizadora global que se
había iniciado a mediados de los años setenta en Europa y que resultó en la
notable expansión de la democracia liberal en el mundo. La dimensión que
alcanzó ese proceso fue impactante, a tal punto que algunos intérpretes
llegaron a anunciar que representaba el comienzo de un nuevo ciclo histórico
caracterizado por el predominio incontrastable de la democracia liberal.
Quizá la más conocida expresión de esa perspectiva es la de Francis
Fukuyama, quien en un muy difundido ensayo declaró el fin de la historia en
tanto guerra de ideologías: tras enfrentar durante todo el siglo XX a
intimidantes enemigos, argumentaba, el modelo occidental de democracia salió
victorioso del combate ideológico. Nos encontrábamos frente a una era marcada
por el triunfo y la difusión de los ideales del liberalismo democrático en la
que era dable esperar futuras oleadas democráticas que cerraran el ciclo de
difusión planetaria de dicho régimen político. La globalización de la
democracia era una promesa que desbordaba los límites del Estado-Nación. El
proceso de integración de la UE señalaba cómo los principios del liberalismo
democrático podían también aplicarse a la construcción de estructuras de
gobernanza supranacional.
El año que termina -con la victoria de Donald Trump en los Estados
Unidos, el triunfo del Brexit y el ascenso de los nacionalismos europeos-
terminó de poner en jaque no sólo el sistema político de la democracia liberal,
sino los valores que sostuvieron la globalización como su correlato cultural:
la diversidad, el multiculturalismo, la apertura, la convivencia pacífica de
las diferencias.
El triunfo del
capitalismo
El extraordinario triunfo político del liberalismo democrático lo fue
también del capitalismo. El colapso de la economía soviética y el proceso de
liberalización económica de China fueron las expresiones más dramáticas del
triunfo de la economía de mercado sobre el socialismo de Estado. La revolución
en las comunicaciones, por su parte, generó una notable expansión y aceleración
de los flujos financieros y de capital. La liberalización económica que se
inició en los años ochenta se tradujo, asimismo, en un notable crecimiento del
comercio internacional.
Fue en los países de Europa Central y del Este en que esos desarrollos
adquirieron quizá una expresión más dramática, dado que los tres procesos
mencionados se desarrollaron casi en forma simultánea. Allí, la caída del
imperio soviético activó una triple transición hacia el capitalismo, la
democracia liberal y la integración supranacional. América latina, por su lado,
logró exitosamente avanzar en un proceso regional de consolidación democrática,
a la par que experimentaba con dispar éxito con políticas de liberalización
económica y de integración subregional.
El optimismo de Fukuyama acerca de una vuelta de página de dimensiones
históricas parecía ratificarse en la entusiasta aceptación por parte de la
mayoría de los países de ambas regiones de la democracia liberal como única
forma legítima de orden político. En años recientes, sin embargo, los vientos
políticos parecen haber cambiado significativamente y, sobre todo en esas dos
regiones, brotan expresiones políticas que cuestionan a la democracia liberal.
El nuevo ciclo se inició en la década pasada en América latina y está
marcado por la resurrección del populismo, que se expresa en gobiernos que
promueven medidas institucionales de fuerte cuño antiliberal. El caso más
ilustrativo es el de la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, en la que
derechos e instituciones paradigmáticos de la democracia liberal han sido
barridos por las prácticas autoritarias del llamado socialismo del siglo XXI.
Similar amenaza se cierne en torno al Ecuador de Rafael Correa.
Pero es en la Europa contemporánea donde se observan los desarrollos más
preocupantes. En primer lugar, varias de las viejas democracias han sido
testigo del crecimiento de fuerzas abiertamente antidemocráticas: en países
como Bélgica, Francia, Grecia y Hungría, partidos xenófobos de extrema derecha
como Interés Flamenco (Vlaams Belang), el Frente Nacional, Amanecer Dorado, o
el Movimiento por una Hungría Mejor (Jobbik) vienen incrementando su
popularidad de forma preocupante.
Sin embargo, el desafío más apremiante que enfrenta la democracia
liberal no viene de fuerzas abiertamente autoritarias, sino de partidos y
gobiernos que hablan en nombre de la democracia. El verdadero fantasma que
azota hoy a la democracia liberal es el del populismo, es decir, fuerzas
políticas que pretenden avanzar un ideal democrático anti-liberal. A las
mencionadas experiencias latinoamericanas de Chávez y Correa, se suman los
casos europeos de Jaroslaw Kaczynski en Polonia, Robert Fico en Eslovaquia, o
Viktor Orbán en Hungría. La amenaza que plantean estos gobiernos no es
hipotética. No son fuerzas políticas marginales, sino partidos y coaliciones
que han accedido al gobierno y poseen el poder político e institucional para
llevar a cabo drásticos procesos de reforma institucional.
Corolario del
liberalismo
El crecimiento reciente que experimenta el populismo no está desligado
de la difusión exitosa que la democracia liberal ha alcanzado en diversas
partes del mundo. Por el contrario, debe ser entendido como un corolario de
dicho proceso. No es casualidad que el populismo muestre mayor vitalidad en
regiones donde la difusión y consolidación de la democracia liberal logró sus
mayores éxitos: América latina y Europa Central y del Este. Precisamente, el
populismo expresa una alternativa contestataria que se desarrolla en sociedades
en las cuales la soberanía popular provee el principio incuestionable de
legitimidad política.
Eso indica que la tesis de Fukuyama no puede ser totalmente descartada.
Más bien puede ser reformulada: lo que observamos no es tanto el triunfo de la
democracia liberal, sino el debilitamiento de aquellas ideologías abiertamente
antidemocráticas. Es necesario especificar la hipótesis inicial: el triunfo de
la legitimidad democrática no equivale necesariamente al triunfo de la
democracia liberal. La vitalidad política de la que goza el populismo en la
actualidad indica precisamente que las amenazas a la democracia liberal
provienen paradójicamente de fuerzas que hablan en nombre de la democracia.
El populismo critica a la democracia liberal por poco democrática. Los
populistas consideran que los actuales regímenes democrático-liberales han sido
exitosamente cooptados por elites políticas y económicas, de manera que las
dinámicas que gobiernan la política representativa están totalmente
desconectadas de los reclamos y preocupaciones del ciudadano común. Ese proceso
de cooptación, argumentan, es el corolario de un diseño institucional orientado
a proteger los intereses de las minorías por sobre los de las mayorías. La
aspiración y promesa de todo gobierno populista es eliminar las barreras que en
su interpretación conspiran contra un efectivo ejercicio del gobierno popular,
lo que supone un proceso de purificación institucional para eliminar los
elementos liberales que contaminan a la democracia. Eso pone en marcha un
proceso de hibridación institucional y política cuyo desenlace más probable es
el autoritarismo.
La reciente victoria electoral de Donald Trump sólo contribuye a
complicar un escenario político global ya preocupante. El optimismo que
predominaba en ciertos círculos acerca de los potenciales de la globalización
ha sido reemplazado por estrategias de repliegue nacionalista y, en ciertos
casos, por abierta xenofobia.
Como muestra el presente con respecto al optimismo de Fukuyama, ningún
proceso puede pensarse como irreversible. Se puede por tanto pensar que tampoco
iniciamos un irreversible camino al autoritarismo y dar batalla política a los
desafíos del presente. La irrestricta defensa de un modelo liberal de
democracia en crisis puede no ser la respuesta más adecuada, aunque sí la más
extendida. Quizá la solución no se encuentre ni en la democracia liberal como
la hemos conocido ni en su presente negación populista. Requerirá de
imaginación política diseñar un modelo democrático que combine la protección de
libertades y las respuestas a las demandas y frustraciones que han alimentado
el presente ciclo populista.
El autor es profesor de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador
del Conicet
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