La enfermedad de la
política estadounidense no comenzó con la llegada
al poder de Trump.
El presidente electo de EE UU, Donald Trump. CARLOS BARRIA (REUTERS)
PAUL KRUGMAN/EL PAÍS
Mucha gente está respondiendo al
auge del trumpismo y los movimientos xenófobos en Europa
leyendo historia, en concreto, la de la década de 1930. Y hace bien. Hay que
estar deliberadamente ciego para no ver los paralelismos entre el auge del
fascismo y la actual pesadilla política.
Pero la década de 1930 no es la única época de la que podemos aprender
algo. Últimamente he leído mucho sobre el mundo antiguo. Al principio, tengo
que admitirlo, lo hacía por entretenimiento y para refugiarme de las noticias,
que empeoran a cada día que pasa. Pero no he podido evitar fijarme en los ecos
contemporáneos de algunos capítulos de la historia de Roma, y más
concretamente, en el relato sobre la caída de la República Romana.
Y he descubierto lo siguiente: las instituciones de la república no
protegen frente a la tiranía cuando los poderosos empiezan a desafiar las
normas políticas. Y la tiranía, cuando llega, puede prosperar aunque mantenga
una apariencia de república.
En cuanto al primer punto: la política romana conllevaba una competencia
feroz entre hombres ambiciosos. Pero, durante siglos, esa competencia estuvo
limitada por ciertas normas aparentemente inquebrantables. He aquí lo que
cuenta Adrian Goldsworthy en En el nombre
de Roma: “Por muy importante que fuese para un individuo alcanzar la fama y
mejorar su reputación y la de su familia, ello siempre debía estar supeditado
al bien de la república... Ningún político romano decepcionado recurría a la
ayuda de una potencia extranjera”.
Estados Unidos
era así antes, con senadores ilustres que afirmaban que debíamos
“frenar en seco la política partidista”. Pero ahora tenemos un presidente
electo que pidió abiertamente a Rusia que lo ayudase a difamar a su oponente, y
todo indica que el grueso de su partido estaba y está conforme con ello. (Un
nuevo sondeo pone de manifiesto que la aprobación de
Vladimir Putin entre los republicanos ha crecido aun cuando —o,
más probablemente, precisamente por ello— ha quedado claro que la intervención
rusa desempeñó una función importante en las elecciones de EE UU). Ganar las
luchas nacionales es lo único que importa, olvídense del bien de la república.
¿Y qué le pasa a la república como consecuencia de ello? Es famoso el
hecho de que, sobre el papel, Roma nunca dejó de ser una república para
convertirse en un imperio. Oficialmente, la Roma imperial seguía gobernada por
un Senado que, dadas las circunstancias, se remitía al emperador (cuyo título
inicialmente significaba únicamente “comandante”) para todo lo que importaba.
Puede que no estemos yendo
por el mismo camino exactamente —aunque ¿podemos estar seguros
de ello?—, pero ya ha empezado el proceso de destrucción de la esencia
democrática al tiempo que se mantienen las formas.
Piensen en lo que acaba de pasar en Carolina del Norte. Los votantes han
tomado una decisión clara, y han elegido a un gobernador demócrata. La
legislatura republicana no ha invalidado abiertamente el resultado —no esta
vez, en cualquier caso—, pero, a efectos prácticos, le ha arrebatado su poder
al gobernador, y se ha asegurado de que la voluntad de los votantes no tenga
peso real.
Si sumamos cosas así a los intentos constantes de privar del derecho al
voto a los grupos minoritarios, o al menos disuadirles de que voten, tenemos
los cimientos de un Estado monopartidista de facto: uno que sigue fingiendo que
existe una democracia, pero que ha amañado el juego para que el bando contrario
nunca gane.
¿Por qué está pasando esto? No pregunto por qué los votantes blancos de
clase trabajadora respaldan a políticos cuyas políticas los perjudican (volveré
sobre ese asunto en futuras columnas). Mi pregunta es más bien por qué a los
políticos y los funcionarios de uno de los partidos ya no parece importarles lo
que antes se consideraban valores estadounidenses fundamentales. Y seamos
claros: este es un problema republicano, no algo que “los dos bandos hacen”.
¿Y qué impulsa ese comportamiento? No creo que sea algo puramente
ideológico. Los políticos que supuestamente defienden el libre mercado están
descubriendo que el capitalismo basado en el amiguismo funciona bien siempre
que los amigos sean los correctos. No guarda relación con la lucha de clases;
la redistribución de la riqueza de las clases baja y media entre los adinerados
está presente en todas las políticas republicanas modernas. Yo diría que el
ataque contra la democracia se debe simplemente al arribismo de los burócratas
de un sistema aislado de las presiones externas mediante unas circunscripciones
electorales manipuladas, una lealtad partidista inquebrantable y cantidades
ingentes de ayuda económica de los plutócratas.
Lo único que les importa a esas personas es acatar la disciplina del
partido y mantener el dominio de este. Y sí, a veces, parecen consumidas por la
rabia contra cualquiera que cuestione sus actos, y bueno, así es como responden
siempre los piratas cuando se los acusa de piratería.
Todo esto deja clara una cosa: que la enfermedad de la política
estadounidense no empezó con Donald Trump, como tampoco la enfermedad de la
República Romana empezó con César. Los cimientos de la democracia hace décadas
que se están erosionando, y nada garantiza que alguna vez sea posible
restaurarlos.
Pero si albergamos alguna esperanza de redención, tendremos que empezar
por admitir lo mal que está la situación. La democracia estadounidense se
encuentra al borde del abismo.
Traducción de News Clips.
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