Majestuoso testimonio de un poder agostado

Majestuoso testimonio de un poder agostado

domingo, 27 de julio de 2014

La otra Guerra Fría

BAJO EL CISMA DEL ISLAM

  
Las divisiones sectarias reflejan la rivalidad entre Arabia Saudí, cuna del islam suní, e Irán, baluarte del chiísmo. Ese es hoy el principal factor de inestabilidad en Oriente Próximo.





Chiítas musulmanes en la oración, en la ciudad santa de Kerbala, Irak. / REUTERS

Las divisiones sectarias en Oriente Próximo reflejan la gran rivalidad geopolítica entre el Reino de Arabia Saudí y la República Islámica de Irán (anclada en el antagonismo histórico entre árabes y persas). La creciente polarización parece estar más relacionada con la lucha geopolítica de los dos países por dominar Oriente Próximo que con las meras diferencias religiosas entre suníes y chiíes. Esta nueva Guerra Fría puede demostrarse con las estrategias empleadas por los dos Estados desde el estallido de la primavera árabe.
El conflicto sectario más directo de los últimos tiempos surge con la eliminación, en 2003, del régimen de Sadam Husein en Bagdad, que alteró por completo el equilibrio de poder en la región del Golfo. Desde entonces hemos presenciado esa rivalidad ideológica entre saudíes e iraníes para lograr el liderazgo regional. En este pulso, Irak ha pasado a ser el principal campo de batalla.
Cuando Irak era un Estado que funcionaba, servía de contrapeso al poder iraní. Los saudíes lo sabían y respaldaron a Sadam Husein en su guerra contra Irán en los años ochenta, pese a que no se fiaban de él. Incluso después de que Sadam invadiera Kuwait en 1990, Irak siguió siendo una “zona neutral” entre Irán y Arabia Saudí. La caída del régimen de Sadam y el hecho de que Estados Unidos no lograra construir un Estado iraquí estable hicieron que Irak pasara de ser actor a ser escenario en el juego de poder en Oriente Próximo. Irán y Arabia Saudí han apoyado y siguen apoyando a sus respectivos aliados locales en las luchas políticas internas. Hasta el momento, los iraníes llevan ventaja, con numerosos aliados en la mayoría chií del poder en Bagdad y una sólida relación con el Gobierno de Nuri al Maliki.

El hundimiento del Estado iraquí ha hecho más agresivo a Irán, lo que provoca la alerta entre los países árabes

El hundimiento del Estado iraquí ha hecho que Irán se muestre más agresivo, aumentando la preocupaciones árabes. El rey Abdalá de Jordania usó el término “media luna chií” para referirse a los supuestos planes iraníes de alterar el equilibrio regional mediante una alianza de regímenes chiíes —Bahréin, Irán, Irak, la Siria alauí de Bachar el Asad y la poderosa milicia libanesa Hezbolá—.
Hoy, ese temor está haciéndose realidad, más en forma de esfera de influencia políticia de Teherán que de dominio teólogico sobre los chiíes de la región, debido a las importantes diferencias entre la República iraní y el resto de los chiíes en Irak y la península arábiga. La solidaridad chií, visible en el firme respaldo de Irán al régimen sirio —que se enfrenta desde hace tres años a una gran rebelión suní—, es hoy objeto de enérgicas críticas de las monarquías dinásticas del Golfo, con Arabia Saudí a la cabeza.
La batalla entre los dos Estados por aumentar su influencia en la región es el factor internacional más importante en Oriente Próximo. Aunque el conflicto entre árabes e israelíes sigue siendo fundamental, está más bien paralizado. La dinámica regional e internacional cambia sobre todo en función del enfrentamiento entre Teherán y Riad.
El deterioro de la seguridad en Irak, con la proclamación del nuevo califato islámico por parte del Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL) a lo largo de la frontera con Siria, anunciado el pasado 18 de junio, primer día de Ramadán, eleva el riesgo de partición de Irak, sobre todo con el nuevo impulso de los kurdos. El jefe del Gobierno regional kurdo, Masud Barzani, también ha declarado su intención de organizar un referéndum para independizarse de Irak.
¿Cuál es el objetivo de Arabia Saudí? Básicamente, “contener” los peligros y garantizar su propia seguridad.
Es el único gran país árabe que ejerce hoy una verdadera labor diplomática: se siente amenazado por una coalición de fuerzas internas y externas, y eso le exige una política exterior muy activa para impedir el aumento de la influencia iraní en la región. Su intervención en las crisis de Siria y Bahréin tiene el propósito esencial de limitar el papel de los iraníes y reforzar su propia seguridad.

Arabia Saudí consideró que la revuelta siria  era una
oportunidad para debilitar a El Asad, Irán y Hezbolá

Con la nueva estrategia de reconciliación entre Estados Unidos e Irán, que han empezado a sentarse juntos en las mesas de negociación, las clases dirigentes saudíes y de los pequeños países del Golfo están preocupadas por la posibilidad de que su aliado norteamericano se olvide de proteger sus intereses.
Ya hay varios problemas regionales que han puesto de relieve las diferencias entre el Gobierno estadounidense y sus socios del Golfo.
El más importante es la situación en Siria. Para los saudíes, disminuir la influencia iraní en los países árabes orientales es uno de los principales objetivos de su política exterior. Para el Gobierno de Obama y la mayor parte de la comunidad internacional, la prioridad es lograr un acuerdo nuclear con Teherán para después reducir esa influencia. Es decir, las discrepancias tienen más que ver con las prioridades inmediatas, en el sentido de que los Estados del Golfo y Estados Unidos no comparten la misma urgencia por acabar con el régimen de El Asad y empezar a disminuir la influencia de Irán en la región.
¿Y cuál es la estrategia del Estado iraní?
La primavera árabe sabotea los intentos de Teherán de ampliar su influencia en Oriente Próximo. Teherán ha dañado su reputación al seguir apoyando a Bachar el Asad. Si El Asad cae, Irán perderá a un aliado importante. Además, al mismo tiempo que los árabes están cada vez más orgullosos de sus conquistas revolucionarias, Irán va perdiendo su fama de régimen antiisraelí y antiamericano, sobre todo después de que, tras las últimas elecciones, el presidente Hasan Rohaní abordara la posible reconciliación con Washington.
Antes de que comenzaran las revueltas árabes, la alianza entre Irán, Siria y Hezbolá era sólida y gozaba de popularidad incluso entre los árabes suníes, como “eje de resistencia” contra EE UU e Israel. Sin embargo, durante la primavera árabe, Irán apoyó las revueltas en Túnez, Egipto, Libia y Bahréin, pero no apoyó la rebelión en Siria. En el otro extremo, Arabia Saudí, que se opuso con fuerza a los levantamientos árabes, consideró que la revuelta siria era una oportunidad para debilitar a El Asad, Irán y Hezbolá.
Siria constituye un frente decisivo para Teherán, tanto en su rivalidad geoestratégica con Arabia Saudí como en su lucha contra los salafistas, los grupos afiliados con Al Qaeda y ahora el EIIL (que también es rival de Al Qaeda).
Irán considera que la caída de Bachar el Asad sería un paso que podría sentenciar a Hezbolá y debilitar su poder regional. Por eso va a luchar hasta el final para proteger al régimen sirio, con o sin El Asad. La fragmentación creciente de los territorios y la debilidad de los Estados en el Levante, entre ellos Irak, ha agravado las divisiones sectarias y el fortalecimiento de las identidades comunitarias. La reputación de Irán como primer Estado islámico revolucionario ha quedado dañada.
Tres años después del comienzo de las revueltas árabes, la guerra siria, sobre todo, está extendiendo los conflictos sectarios tradicionales y convirtiéndolos en una cuestión internacional. El enfrentamiento entre chiíes y suníes puede acabar reemplazando al conflicto general entre árabes e israelíes como principal desafío de las sociedades islámicas de Oriente Próximo. Pero la lucha contra el yihadismo y otras formas de actividad terrorista pueden cambiar la situación.
Las potencias regionales e internacionales tienen un interés común en cooperar. La proclamación del califato islámico por parte del EIIL en la frontera norte de Arabia Saudí constituye una amenaza objetiva tanto para el régimen de Riad como para el régimen de Teherán. En este sentido, la lucha contra el EIIL en Irak podría ser un objetivo común para Irán y Arabia Saudí, y podría contribuir a apaciguar los conflictos sectarios. Pero ambas potencias están enrocadas en sus posiciones. Los saudíes exigen como requisito la salida del primer ministro Nuri al Maliki, mientras que los iraníes insisten en derrotar al EIIL sin cuestionar al Gobierno.
Fatiha Dazi-Héni es doctora en el Instituto de Estudios Políticos de París y analista de la Delegación para Asuntos Estratégicos de Francia.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. 

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