Porque algunos
añoran la estabilidad de la Guerra Fría.
Caído el muro de Berlín, la anulación del Pacto de Varsovia y la
disolución de la Unión Soviética terminaron con la Guerra Fría. El fin del
comunismo, la unificación alemana, y hasta el divorcio—de terciopelo—de
Checoslovaquia, ocurrieron sin un solo tiro. Los años noventa estuvieron así
marcados por un generalizado optimismo, en Europa y más allá. Y la expansión
territorial del capitalismo democrático fue una invitación abierta a proclamar
la obsolescencia de la guerra misma.
La literatura acudió en apoyo de ese optimismo. La noción de “paz
democrática” se hizo popular entre los expertos en relaciones internacionales.
La difusión de los mecanismos de mercado incrementaría el comercio, previniendo
el conflicto por medio de la cooperación económica. Y las instituciones de la
democracia favorecerían mecanismos pacíficos de resolución de conflicto. La
evidencia empírica, a su vez, parecía confirmar esa lógica: las guerras no
ocurren entre democracias.
Pero al mismo tiempo, una lectura distinta acerca del orden internacional
emergente se escuchó por parte de quienes vaticinaron que “pronto añoraríamos
la Guerra Fría”, en palabras de John Mearsheimer. Ese pesimismo estaba fundado
en el hecho que la bipolaridad—con su relativo equilibrio militar, sus
respectivas alianzas y sus arreglos institucionales—había tenido un consistente
efecto disuasivo. Paradójicamente, la Guerra Fría fue un periodo de
estabilidad; en realidad, medio siglo de una paz que Europa no había conocido
desde Westfalia en 1648.
Un cuarto de siglo más tarde, los eventos de esta semana nos obligan a
recordar esos debates y sobre todo a reflexionar sobre aquellos pronósticos
pesimistas. Fue la capitulación soviética que concluyó con la Guerra Fría, para
ponerlo en una oración. Pero una potencia humillada es siempre una receta
peligrosa, los realistas nos recordaron entonces, y mucho de eso está en juego
en la crisis de hoy. El orden internacional de la multipolaridad es
consecuentemente inestable y altamente impredecible.
Pero además coincide hoy con una disminución neta del poder del estado,
en Europa toda pero también en la otra orilla del Atlántico. La crisis y el
desempleo en la Unión Europea hablan por sí mismos. El auge ruso es temporario,
no oculta que su economía no es mayor que la de Italia y con un presupuesto
financiado casi exclusivamente a gas y petróleo; su poder no es estructural,
durará lo que dure el boom energético. Y Estados Unidos continúa atrapado en el
dilema de contar con el aparato militar más formidable del planeta, pero sin
los recursos fiscales suficientes para que su uso no lo arrastre a otra “Gran
Recesión”, como en 2008.
Así, la multipolaridad de los noventa ha dado lugar hoy a la
“apolaridad”. El sistema internacional no tiene centro alguno; es pura
anarquía, siguiendo con el lenguaje del realismo. Es un sistema también basado
en la exacerbación de la xenofobia y un nacionalismo que propone dibujar nuevas
fronteras, y no únicamente en Rusia. Con menos ruido y sin balas, el
separatismo ucranio no deja de tener paralelos en Cataluña y en Escocia, por
nombrar dos ejemplos. Es que la apolaridad sistémica y la crisis económica
alimentan también la fragmentación interna del estado, una licuación del poder
que habilita y da protagonismo a actores sub-estatales, para-estatales y
no-estatales.
Esa es la perversidad adicional del ataque terrorista al MH17.
Perpetrado por un actor no-estatal, probablemente un subcontratista del estado
ruso, le permite a este—o al menos le permite intentar—blindarse de su
responsabilidad frente a la comunidad internacional. Nuevamente, otro signo de
la licuación del poder por medio de la cual actores privados tienen acceso a
sofisticado armamento, ya sea porque capturan porciones de ese aparato estatal,
o bien porque el estado se los concede voluntaria y deliberadamente.
Y mientras vemos a los estados vaciarse de poder, casi nos olvidamos de
un particular estado que ha entendido esta nueva dinámica mejor que nadie, y
que la usa para precisamente aumentar su propio poder. Allí va Xi Jinping por
América Latina, de hecho, firmando acuerdos de inversión, asegurándose el
acceso a las materias primas y, según algunos, intentando reformular la propia
estructura del comercio y el crédito internacionales. Tan encandilados están
todos con los recursos— ¡y las promesas!—chinas, que nadie parece tener
presente que el 4 de junio último se conmemoró otro aniversario de la masacre
de la Plaza Tiananmen, también un cuarto de siglo atrás.
El mundo de la posguerra fría ofrecía una promesa: libertad, democracia
y derechos humanos, promesa que quedó incumplida en esta anarquía del siglo
XXI, en esta paz caliente. Al menos en el siglo anterior sabíamos bien quienes
eran los violadores de derechos humanos y no nos callábamos ante esos crímenes.
Allí tal vez haya otra razón para extrañar la Guerra Fría.
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