Estados Unidos ha
perdido relevancia como líder mediador en los conflictos.
SHLOMO
BEN AMI/EL PAÍS
El colapso de otro intento estadounidense más para mediar en un acuerdo
de paz entre israelíes y palestinos debiera dar lugar a algo más que
acusaciones. Debiera estimular la reconsideración fundamental de un paradigma
de conciliación —las negociaciones bilaterales directas, bajo la tutela de
Estados Unidos— que hace ya mucho perdió su relevancia.
Si bien Estados Unidos continúa siendo un actor mundial indispensable,
ya no está dispuesto a usar la diplomacia coercitiva en su cruzada por un nuevo
orden. Pero no es solo cuestión de voluntad; Washington ha perdido su capacidad
para intimidar a otros países, incluso a aliados y clientes, como Israel y la
Autoridad Palestina. Tan solo en Oriente Medio, EE UU ha exigido al máximo
sus capacidades en dos guerras controvertidas; fracasó reiteradamente en sus
mediaciones de paz entre Israel y Palestina; distanció a las potencias
regionales clave; y decepcionó en cuestiones como el programa nuclear iraní y
la guerra civil siria. Todo esto ha reducido su capacidad para moldear el
futuro de la región.
El problema no se limita a Oriente Medio. A pesar de su declarado giro
estratégico hacia Asia, la Administración del presidente estadounidense Barack
Obama ha hecho poco por ocuparse de los esfuerzos chinos, cada vez más
agresivos, para reivindicar sus reclamaciones territoriales en los mares de
China Meridional y de China Oriental, o las afrentas de Corea del Norte al statu
quo en la península coreana. Si sumamos a eso la débil respuesta
estadounidense frente a la anexión rusa de Crimea, no sorprende que los líderes
israelíes y palestinos hayan desestimado sus tentativas de paz.
El secretario de Estado estadounidense, John Kerry, en su apuesta por un
acuerdo palestino-israelí, actuó como si la resolución de conflictos pudiera
lograrse mediante soluciones no coercitivas, que deriven de la buena voluntad
de las partes relevantes. Según este enfoque totalmente ingenuo, el proceso de
negociación funciona según su propia lógica incorporada, en forma independiente
de las consideraciones de poder, coerción e influencia. Pero tratar a la fuerza
y a la diplomacia como fases diferentes de la política exterior da a las partes
negociadoras la sensación de que el poder estadounidense carece de propósito y
determinación. La maduración diplomática a veces requiere que el mediador sea
manipulador y ejerza presión.
De hecho, los únicos intentos estadounidenses exitosos de diplomacia por
la paz en Oriente Medio implicaron una combinación maestra de poder,
manipulación y presión. El secretario de Estado, Henry Kissinger, la aplicó
para conducir a Israel a acuerdos provisionales pioneros con Egipto y Siria,
después de la guerra de Yom Kippur en 1973. El presidente Jimmy Carter la usó
para concluir los Acuerdos de Camp David en 1978, que establecieron relaciones
diplomáticas entre Egipto e Israel. Y el secretario de Estado James Baker la
usó para superar la obstinación del primer ministro israelí Isaac Shamir
durante la Conferencia de Paz de Madrid en 1991.
Si EE UU no es capaz de proporcionar esto en la actualidad, debe
renunciar a su monopolio en la resolución de conflictos internacionales. Es
hora de que reconozca que no puede, por sí solo, resolver el conflicto
palestino-israelí, desactivar la disputa nuclear iraní, cambiar el
comportamiento de Corea del Norte ni detener la guerra civil en Siria.
Durante las últimas dos décadas, el mundo se acostumbró a las
coaliciones internacionales dirigidas por EE UU para la guerra en Oriente
Medio. Estados Unidos ahora debe buscar un tipo de coalición diferente, una que
busque la paz. Tal alianza implicaría una mayor participación de los otros tres
miembros del así llamado Cuarteto de Oriente Medio —Unión
Europea, Rusia y las Naciones Unidas— y de países árabes clave.
En este nuevo paradigma de paz, el conflicto palestino-israelí sería
permeable a una solución verdaderamente internacional. Si el programa nuclear
iraní requiere negociaciones con los cinco miembros permanentes del Consejo de
Seguridad de la ONU, más Alemania; y el conflicto de Corea del Norte requiere
el así llamado diálogo de los seis, ¿por qué debiera la resolución
del conflicto palestino-israelí dejarse exclusivamente en manos de EE UU?
Como si la profundidad y la duración del conflicto palestino-israelí no
fueran suficientes para ameritar una solución internacional, también está la
cuestión de la desconfianza palestina hacia Washington. Para los palestinos, EE
UU —un aliado incondicional de Israel cuyos líderes tienen fuertes incentivos
políticos internos para no desafiarlo— no puede actuar como mediador honesto en
las negociaciones.
Bajo un paradigma verdaderamente internacional, los principios
subyacentes a un acuerdo de paz —dos Estados a lo largo de la frontera de 1967
(con intercambios territoriales para dar cabida a los bloques de asentamientos
israelíes), dos capitales en Jerusalén, una solución acordada al problema de
los refugiados y robustos acuerdos de seguridad— podrían ser consagrados en una
resolución del Consejo de Seguridad. Después de establecer los términos de un
acuerdo justo, la alianza internacional —bajo el liderazgo estadounidense—
podría diseñar una estrategia de implementación.
Tal enfoque internacional también requeriría un proceso de paz más
amplio, orientado a lograr un acuerdo regional entre Israel y sus vecinos
árabes. Esto es crítico, ya que el futuro estado palestino no podría ofrecer a
Israel mucha seguridad. Incluso ahora, Palestina es un desafío relativamente
menor para la seguridad israelí; las amenazas más formidables, que han
persuadido a Israel de aumentar su poder militar considerablemente, provienen
de los Estados árabes que lo rodean.
La promesa de un acuerdo regional que ofrezca a Israel la necesaria
garantía de seguridad —sin mencionar un impulso considerable a su posición
internacional— haría que las dolorosas concesiones, que incluyen compromisos
sobre las fronteras y Jerusalén, críticas para la creación de un Estado
palestino, fuesen más digeribles para los líderes israelíes. Quienes impulsaron
la Iniciativa de Paz Árabe en 2002 entendieron esto; tal vez ahora EE UU llegue
a apreciarlo también.
Shlomo Ben Ami, exministro de Relaciones Exteriores israelí,
es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Es autor de Scars
of war, wounds of peace: the israeli-arab tragedy (Cicatrices
de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí).
© Project Syndicate, 2014.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
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