Cuando uno cree que la perpetuación en el poder es legítima, cualquier
intento, deseo o sueño de cambiar el Gobierno solo puede ser una conspiración.
Así como lo hicieron Hugo Chávez y Daniel Ortega, lo intentó sin éxito
Cristina Kirchner y quien sabe qué planes tiene Evo Morales, ahora le toca a
Rafael Correa. En su reciente informe anual ante la Asamblea Nacional, Correa
hizo oficial que impulsará una reforma constitucional para permitir la
reelección indefinida de todos los cargos electivos. Claro que lo de “todos los
cargos” es para camuflar su verdadero objetivo: la permanencia en el poder del
presidente.
El anuncio no sorprende en lo más mínimo. Ya ocurrió con la constitución
de 2008--impuesta por el propio Correa--la cual autorizó dos periodos
consecutivos pero bajando el reloj a cero para evitar que su primer mandato
contara y aprovechar para quedarse tres. ¿Por qué no cambiarla otra vez, ahora
para alargar el calendario indefinidamente?
No obstante lo predecible de sus intenciones, llaman la atención el
lugar, las características y, muy especialmente, el momento del lanzamiento de
tal reforma. Primero, porque presentar un tema tan sensible como la elección
indefinida durante la rendición de cuentas trivializa, y por lo tanto elude, su
obligación institucional en dicha ceremonia, que es responder por su
administración ante la legislatura. Segundo, porque allí mismo Correa afirmó
que la reforma será impulsada por la vía legislativa, sin referéndum ni
convención constituyente. Para un régimen que supuestamente practica la
“democracia plebiscitaria”—con consultas populares sobre todo tipo de
minucias—no pasa desapercibido que se obvie consultar sobre algo tan crucial
como una reforma constitucional.
Esto tiene que ver con el tercer punto, el momento. Correa hace el
anuncio en la Asamblea Nacional, y elude un referéndum, porque allí exhibe una
cómoda mayoría, es decir, allí conserva un poder que en otros terrenos se le ha
hecho mucho más escurridizo en el pasado reciente. Tal vez no quiera
arriesgarse a una consulta popular y perderla, un escenario hoy plausible. En
febrero último, de hecho, el partido oficialista perdió las elecciones
municipales en nueve de las diez ciudades más pobladas del país, incluida la
capital, Quito, hoy en manos del opositor SUMA y su joven alcalde Mauricio
Rodas.
Es eso lo que más preocupa a Correa. No es descabellado pensar que el
proyecto de perpetuación esté adicionalmente motivado por el objetivo de
disciplinar a los alcaldes de oposición, reduciendo la autonomía y los recursos
de los gobiernos locales. Desde el punto de vista institucional, esa no sería
una batalla menor. Para eso hace falta un Correa más fuerte que el que terminó
el mes de febrero, un Correa perpetuo tal vez sería necesario para revertir los
recientes infortunios electorales y la nueva geografía del poder.
Ecuador es solo otro ejemplo de la enorme plasticidad de las reglas
constitucionales en América Latina, modificables a voluntad por el presidente
en ejercicio, ya sea para beneficio propio o el de algún heredero cercano,
incluido el contagioso “primerdamismo”, es decir, cuando el poder se convierte
en bien ganancial entre cónyuges. Este es el virus endémico del continente, un
virus que cruza fronteras, no discrimina ideologías y ha vaciado de contenido a
la propia noción de vivir en un sistema democrático, es decir, ha eliminado la
alternancia en el poder.
Hoy son los chavistas y sus asociados, tanto como ayer fueron Menem en
Argentina, Uribe en Colombia y hasta el propio Fernando Henrique Cardoso en
Brasil, a pesar de sus probados pergaminos democráticos, quienes cambiaron las
reglas del juego para quedarse más tiempo del que estaba estipulado cuando
llegaron a la presidencia. La democracia se mete en problemas serios cuando la
constitución se transforma en un traje a la medida del presidente de turno.
Los promotores de la perpetuación, y los cráneos que les dan letra,
frecuentemente se justifican invocando al sistema parlamentario, que no impone
límites a la reelección. Eso es verdad, pero la inferencia es un truco falaz.
En un sistema parlamentario, el primer ministro es solo jefe de Gobierno, no de
estado, actúa siempre por delegación del parlamento, su capacidad de legislar
autónomamente es casi nula y su administración puede terminar en cualquier
momento y sin aviso previo, el voto de no confianza.
En contraste, en un sistema presidencial el jefe de Gobierno y de estado
es la misma persona y tiene prerrogativas institucionales para legislar por su
cuenta, que además se abusan en los híper presidencialismos vernáculos. El
presidencialismo es, de hecho, un régimen cuasi monárquico, esa es su
inspiración original. Si además le quitamos los límites constitucionales a la
reelección indefinida, pues también debemos quitarle el “cuasi”.
Así se entiende el argumento de las conspiraciones, y sus patologías
paranoides derivadas, que abundan en estos días. Es que cuando uno cree que la
perpetuación en el poder es legítima, cualquier intento, deseo o sueño de
cambiar el Gobierno solo puede ser un acto ilegal, una conspiración que
responde a oscuros intereses. El propio principio de la alternancia se
convierte de este modo en una noción ilegitima. América Latina vive hoy en una
pseudo monarquía, solo que, a diferencia de las monarquías constitucionales
europeas, en estas el soberano reina y también gobierna.
Héctor Schamis es profesor en Georgetown University. Twitter @hectorschamis
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