En la
Argentina existen hoy unas 100.000 asociaciones solidarias. En ellas, dos
millones de voluntarios despliegan su acción solidaria en todo el país,
paliando males, tapando agujeros y proponiéndonos, de manera práctica, caminos
diferentes para la sociedad y la política. Alguna vez -quizá pronto- un
gobierno encarará el problema de la pobreza, que desafía la razón y la moral.
Será la madre de las batallas. Sólo se avanzará si un Estado reconstruido
articula su acción con esa fuerza social tan poderosa como dispersa, usualmente
conocida como el Tercer Sector. Pero al hacerlo, deberá cuidar de no afectar
algunas de las características más importantes de estas organizaciones, como la
espontaneidad, la flexibilidad y su intuitivo saber táctico. Algunas referencias históricas
ilustran la importancia de esta concertación y los problemas
que involucra.
Hacia 1870
la Inglaterra victoriana contaba con una densa red de asociaciones solidarias o
filantrópicas, animadas por grupos de las clases medias con fuertes
convicciones religiosas y morales. Diversas ligas o sociedades impulsaban el
sufragio, la educación y la vivienda popular, y combatían el alcoholismo, la
prostitución o la pena de muerte. Necesitaban hacerse oír en el Parlamento, que
las ignoraba, e influir sobre el Estado, y decidieron ingresar en la política.
Se incorporaron al partido Liberal, lo dotaron de una base de activistas y le
imprimieron un fuerte tono moral y reformista,mientras aprendían a negociar y
a acordar programas complejos. El partido Liberal inició
entonces el reformismo social, profundizado durante la Primera Guerra Mundial
por Lloyd George. En 1945 el partido Laborista, surgido del Liberal, giró hacia
el Welfare State o Estado de Bienestar. Hoy hay opiniones diversas sobre este
final.
El caso argentino fue distinto. En 1852, después de
Caseros, un Estado en construcción, apenas esquemático, delegó en distintos
grupos de la sociedad civil la organización, la gestión y hasta el
financiamiento de distintas áreas de su incumbencia. Un caso notable es el de
la Sociedad de Beneficencia, recientemente reconstruido por Valeria Pita. Las
damas de la Sociedad se hicieron cargo de la parte femenina del mundo de los
necesitados y dirigieron el Hospicio de Mujeres, el Colegio de Huérfanas y
otros institutos. Tres décadas después, al sancionarse la ley de Educación,
entregaron al gobierno casi cien escuelas de niñas en perfecto funcionamiento;
por entonces habían transformado el Hospicio -un depósito de mujeres
marginales- en un moderno Hospital de Mujeres Dementes. Las damas demostraron
una notable capacidad para organizar hospitales, escuelas y asilos, y para
reunir fondos; recurrieron a los mejores especialistas y, sobre todo,
desplegaron un inusual talento político para hacerse un lugar, casi
inexpugnable, en un mundo masculino.
Paralelamente, con la inmigración masiva se fueron
generando miles de asociaciones voluntarias, para ayudarse y ayudar a los
otros. Con Hilda Sabato y Roberto Distefano bosquejamos esta historia notable.
Florecieron mutuales, cooperativas, bibliotecas populares y sociedades de
fomento que transformaron terrenos baldíos en fragmentos de ciudad. Entre los
principales emprendedores de entonces se encontraban los socialistas y los
curas párrocos, como Lorenzo Massa.
Sobre esta sociedad múltiple y plural fue
avanzando, a lo largo del siglo XX, un Estado consolidado, preocupado por
reglamentar y encuadrar. Muchas de aquellas instituciones fueron incluidas en
su órbita, a veces de mala manera, como ocurrió en 1946 con la Sociedad de
Beneficencia. En otros casos avanzó sobre la libre iniciativa, concediendo
franquicias exclusivas: desde 1936 en Buenos Aires sólo se reconoció una
sociedad de fomento por barrio, criterio que desde 1944 se aplicó a los
sindicatos. Con la centralización se aspiraba a universalizar y democratizar
los derechos y a fijar prioridades colectivas, de una manera parecida pero diferente
de la del Welfare State. Por ejemplo, la ley de Obras Sociales de 1970 -nos
dice Susana Belmartino- entregó una dádiva a los sindicatos y consagró un
sistema de salud desigual.
Aquel Estado potente se desarmó desde mediados de
1970, mientras se constituía el actual mundo de la pobreza. Desde entonces el
Estado es incapaz de gestionar y aún de imaginar políticas universales, y se
limita a acudir allí donde estalla un incendio. Cuando tiene dinero, lo
canaliza a través de organizaciones no gubernamentales que pueden gerenciar la
ayuda, o de la red política, para facilitar la formación de clientelas
electorales.
En este contexto de deserción del Estado ha vuelto
a florecer el asociacionismo civil. En 2001 hubo una explosión. Hay uno más
espontáneo, impulsado por las necesidades de supervivencia, similar al de 1920,
y otro originado en la voluntad solidaria de modernos emprendedores sociales,
con apoyo de instituciones religiosas, fundaciones o empresas. Los límites de
estos dos ámbitos son imprecisos, como también los que separan a algunas de
ellas de la política.
Las organizaciones voluntarias tienen tradiciones
diversas y difieren en los fines mediatos e incluso en los medios. Pero si
descartamos aquellas ligadas a la política o al lucro, todas comparten una idea
generosa acerca del bien común o el interés general. Todas aportan capacidades
singulares para actuar en un mundo con muchos pobres y poco Estado. Saben cómo
movilizar y generar compromiso y son creativas para identificar los problemas
concretos, elaborar estrategias y modos de acción y aprovechar recursos
crónicamente escasos. Su debilidad reside en la sustentabilidad, pues muchas
son tan efímeras como las revistas literarias. Ante un problema de magnitud,
como la pobreza, su capacidad de acción está condicionada por su fragmentación.
Hoy muchas se reúnen alrededor del Foro del Sector
Social y de Conciencia Ciudadana, mientras que una confederación aspira a dar
una voz al conjunto heterogéneo. Por allí han de pasar sus objetivos
inmediatos: instalar sus temas en la agenda de la sociedad y la política y
vincularse con el Estado que, como se les ocurrió a sus similares ingleses,
puede potenciar el alcance de sus acciones, aunque también puede ser un socio
peligroso.
La reconstrucción del actual Estado es algo
indispensable para encarar un programa de reintegración social factible. Pero
aun con toda su burocracia y sus dependencias funcionando, el Estado no podría
hacerlo solo. Necesita movilizar y orientar a este ejército de buenas
voluntades de la sociedad civil, apelando a una dimensión estatal importante:
lo que Durkheim llamó la capacidad para promover la reflexión de la sociedad
sobre sí misma.
El vasto proceso de circulación de ideas e
iniciativas que imaginó Durkheim transcurría entre el polo estatal y el
conjunto de los actores de la sociedad civil, como estas asociaciones. Durkheim
escribió esto a principios del siglo XX, cuando el Estado nación estaba en su
apogeo. Hoy debemos imaginar una relación mucho más flexible y equilibrada,
donde el Estado y los actores sociales compartan un rumbo general pero
desarrollen estrategias diferenciadas y tácticas múltiples, difíciles de
planificar a priori. Dicho en otras palabras, la enorme riqueza de la sociedad
civil deberá ser encauzada y a la vez preservada por este Estado pensante. El
nuestro, hoy, no puede hacerlo. Se parece mucho más al de 1850 que al de 1950,
aunque los intereses establecidos en la sociedad son mucho mayores, y la fuerza
que se necesita para reacomodarlos es mucho más grande. El Estado y su
conducción política deben ser a la vez potentes, flexibles y regulados.
Al igual que las inglesas en 1870, el mundo de las
asociaciones hoy debe entrar en la política y hacer una contribución, para
movilizar a la opinión e interpelar a los políticos, que suelen ser un poco
autistas. El premio de este esfuerzo será doble: iniciar el proceso de
reconstrucción de la sociedad y, simultáneamente, encarnar en ella una manera
participativa y democrática de resolver sus problemas.
© LA NACION.
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