Discusión pública
Por Luis Alberto Romero | Para LA NACION
La Argentina se encamina hacia una crisis. La
anuncian la inflación y la agudización de los conflictos sociales; también, la
preocupación por la falta de políticas de Estado. Durante una década, esta
preocupación se diluyó, aplastada por el discurso triunfalista y el consumo
boyante. Hoy en muchos ámbitos comienza a discutirse sobre 2015 y sobre las
políticas de largo plazo, los equipos técnicos que las propongan y los
consensos que las respalden.
Estas ideas tienen mucho de meritorio y algo de
engañoso. Hay una confianza algo excesiva en la capacidad de los equipos
técnicos para develar la verdad y guiar a la nación. En otros tiempos tuvimos
Planes Quinquenales o Planes Nacionales de Desarrollo, bien hechos, pero que,
por algún motivo, no convocaron una voluntad política constante y sostenida.
Desde 1976, con la larga agonía del Estado, esos emprendimientos planificadores
desaparecieron. La aspiración al consenso, más persistente, resurge alimentada
por la feroz polarización política de esta década. La convicción se fundamenta
en dos ideas: una naturaleza humana generosa y una sociedad orgánica en la que
los conflictos son accidentes o disfunciones que se solucionan con buena
voluntad.
En ambas ideas hay algo de razonable. Una sociedad
necesita expertos respetados; los nuestros son ignorados y suelen emigrar. Una
sociedad necesita querer dialogar y alcanzar acuerdos; es algo que extrañamos
en esta última década. Son condiciones necesarias, pero no suficientes, pues en
cualquier sociedad hay conflictos, intereses distintos e ideas diferentes que
no se saldan sólo con opiniones técnicas o buena voluntad.
Es cierto que en algún punto del camino podemos
echar una mirada hacia atrás e imaginar los resultados del presente como el
fruto del designio inteligente y la concordia del pasado. Suele hablarse del
"proyecto de la Generación del 80", en referencia a uno de esos
momentos mágicos del saber técnico y el consenso. Pero la historia es más
prosaica.
Tulio Halperin Donghi ha reconstruido, en Proyecto
y construcción de una nación , la intrincada génesis de esos consensos
entre 1850 y 1880, señalando la distancia entre las intenciones de los actores
y los resultados efectivos. Iluminados por la Generación del 37 y su apelación
a la unidad y la conciliación, los exiliados del rosismo empezaron a diseñar el
proyecto de un país nuevo, cuyas líneas maestras eran la organización
institucional, la inmigración y la educación. Pero vivieron discutiendo con
encono. En 1847 Alberdi suscitó el repudio general por proponerle a Rosas convertirse
en el organizador institucional del nuevo país. Luego de Caseros, le hizo a
Urquiza una propuesta similar, más exitosa, pero igualmente cuestionada por
Sarmiento y otros. En 1853 Alberdi y Sarmiento polemizaron con dureza acerca de
la inmigración, la educación, la autoridad y la democracia. En 1868, celebrando
a los colonos de Chivilcoy, Sarmiento y Mitre discreparon, más discretamente,
acerca de la inmigración y el desarrollo agrario. Todo esto con el telón de
fondo de guerras civiles, que no cesaron hasta 1880.
Al ponerse en práctica los proyectos, comenzaron a
terciar los políticos y los técnicos. La discusión se amplió, pero a la vez las
propuestas fueron encauzándose en un lecho común. La ley de inmigración de 1876
resumió la experiencia colonizadora, pero, sobre todo, alentó la inmigración
masiva, la llegada amplia y no selectiva de mano de obra. Doscientos mil
extranjeros llegaron cada año, y la economía creció espectacularmente, pero las
dudas y las discusiones no cesaron. Unos se quejaron por la postergación de los
criollos. Otros vieron en Buenos Aires una babel anárquica y desorganizada.
Entre los inmigrantes habría peligrosos "ácratas", contra quienes se
sancionó la ley de residencia. Sobre todo, comenzó a aflorar la inquietante
pregunta por la nacionalidad y el "ser nacional". Muchos escribieron
en contra de la inmigración y pocos lo hicieron a favor. Pese a todo, la
política inmigratoria nunca se modificó demasiado.
Las ideas sobre la educación popular plasmaron
inicialmente en la provincia de Buenos Aires antes de que el Congreso
sancionara en 1884 la célebre ley nacional 1420. A diferencia de lo que
inicialmente imaginó Sarmiento, el empuje no vino de las comunidades locales,
sino del Estado: el Consejo Nacional de Educación, los maestros normales y los
inspectores fueron extendiendo el modelo educativo a todo el país. Por entonces
el proyecto, que inicialmente avanzó sobre un espacio poco poblado, debió
enfrentar intereses más fuertes, como la Iglesia Católica. Hubo una batalla,
con ganadores y perdedores, que no terminó. Políticos y ensayistas cuestionaron
los contenidos de la enseñanza -que tildaron de "enciclopedista"- y
la ausencia del sentimiento nacional. Los nacionalistas católicos -siempre
ingeniosos- acusaron a Sarmiento de haber introducido tres plagas: los
inmigrantes, los gorriones y las maestras norteamericanas. Manuel Gálvez
consagró en La maestra normal a la figura expiatoria de los
males del sistema educativo. La Iglesia logró su lugar en la educación en 1943,
y los peronistas entraron a saco en ella en 1946. Y sin embargo, la educación
pública sobrevivió, defendida sobre todo por los maestros, los directores y los
inspectores, es decir, la tropa de funcionarios estatales calificados.
Sin duda, la inmigración y la educación fueron dos
políticas de Estado. Pero no hubo nunca consenso idílico. Para Sarmiento,
"la lucha fue su vida y su elemento", y murió dudoso de su éxito. Las
políticas se desarrollaron en medio de críticas, de polémicas y debates, de
contundentes cambios de rumbo. Como los ríos de nuestra llanura, avanzaron con
amplios giros hacia el Sur o el Norte, pero sin perder la dirección principal:
desaguar en la cuenca del Plata. Finalmente, la Argentina fue un país de
inmigración y un país educado. En algún momento perdió el rumbo, pero eso es
otra historia.
En las sociedades, los consensos están al final de
la historia, y no al comienzo. Hoy sería un grueso error esperar que el
consenso brote espontáneamente de la buena voluntad o de alguna alta mediación.
Los acuerdos que perduran son el resultado de debates entre intereses y entre
ideas, dos dimensiones de una realidad que es constitutivamente conflictiva.
Sin dudas, en los debates y confrontaciones debe haber empatía, respeto y la
convicción de que cada parte expresa intereses legítimos e ideas razonables.
También debe haber reglas que controlen los daños. Pero no pueden faltar la
pasión y la convicción. Los combates deben librarse, y en ellos habrá ganadores
y perdedores, pues en eso consiste la política. Pero el resultado no es la
aniquilación del otro, como nos propone la discursividad gubernamental hoy. En
una discusión respetuosa y abierta no sólo se forjan acuerdos razonables entre
los intereses, sino que cada uno va incorporando los puntos de vista y las
ideas del otro.
Es bueno saber que la discusión no se acaba nunca y
que no debe acabarse, pues en ella está lo vital de la política democrática. Se
volverá una y otra vez sobre los temas, se modulará hacia otros, y en un momento
se habrá cambiado de eje o de paradigma. Luego los historiadores discutiremos
-es nuestro juego predilecto- si hubo continuidades o rupturas.
Todos deben ser protagonistas de estas discusiones:
los partidos -que hoy no tenemos-, las corporaciones de intereses, las
asociaciones de la sociedad civil, los ciudadanos con opiniones, los medios
periodísticos. Pero, además, es central el papel del Estado. Entre sus
gobernantes ocasionales y los funcionarios estables se propone la agenda de los
problemas y se acumulan los saberes que, luego de los debates, servirán para
ejecutar y controlar las políticas. El Estado -que hoy no tenemos- es una
maquinaria esencial para el surgimiento de las políticas de Estado. Tan
esencial como lo es el soplo vivificante de la discusión pública, que hoy está
asomando y que, entre otras cosas, deberá discutir cómo reconstruir el Estado.
© LA NACION.
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