MADRID.-Se
puede tener una pobre opinión del presidente Evo Morales, como es mi caso, pero
no desconocer que es el mandatario de Bolivia, un país soberano que lo eligió
en comicios legítimos, y que, por lo tanto, debe ser tratado por los otros
gobiernos con el respeto debido a su cargo. Los países europeos que lo
maltrataron, impidiendo a su avión cruzar su espacio aéreo o repostar, actuaron
de manera prepotente y torpe. Y, además, le hicieron un favor
político regalándole el papel de víctima, algo que le servirá mucho ante los
electores bolivianos ahora que, en contra de su propia Constitución, quiere
hacerse reelegir por tercera vez y precisamente cuando estaba cayendo en las
encuestas.
El incidente
es una de las precipitaciones derivadas
del caso Snowden, el empleado de la CIA al que Austria, Italia,
España, Francia y Portugal creían que Evo Morales llevaba en su avión de
pasajero secreto. No era así y lo que quedó en evidencia en este episodio es
que los servicios de inteligencia de la Unión Europea y de los Estados Unidos,
pese a sus excesos, parecen funcionar como la mona.
Edward Snowden se ha convertido en el último héroe
mediático de la frivolidad progresista y de valedores tan conspicuos de la
libertad de expresión y el derecho de crítica como los presidentes Maduro, de
Venezuela; el comandante Ortega, de Nicaragua, y del propio Evo Morales, que se
han apresurado a ofrecerle el asilo, y del presidente Correa, de Ecuador, donde
el parlamento acaba de aprobar la más intimidatoria ley de prensa de la
historia sudamericana.
¿En qué consiste el heroísmo de Snowden? En haber
roto su compromiso de confidencialidad que tenía contraído con el Estado para
el que trabajaba, revelando al mundo que el espionaje de Estados Unidos graba
conversaciones privadas de los ciudadanos violando así la intimidad de miles de
miles de familias, no sólo estadounidenses, sino también de países amigos,
entre ellos sus aliados de Europa occidental. Es una violación que, según sus
valedores, lo honra, pues este desacato ha permitido que se haga público un
intolerable atropello a la privacidad, un derecho reconocido por la
Constitución de Estados Unidos y de todas las sociedades democráticas.
Creo que esta argumentación (y la indignación
consecuente) es arcangélica en el mejor de los casos; en el peor, hipócrita, y
está desprovista de realidad. ¿Alguna vez han hecho algo distinto los espías,
desde que existen, que violar la intimidad de los ciudadanos de sus propios
países y de los ajenos? Lo hacen en las dictaduras y en los países
democráticos. La diferencia es que en las dictaduras esto jamás se castiga y, a
veces, en las democracias, sí, en los casos infrecuentes en que estas
transgresiones provocan un gran escándalo o llegan a los tribunales y merecen
una sanción legal. De hecho, a causa de la repercusión del caso Snowden, el Congreso
de los Estados Unidos ha nombrado una comisión que investiga el asunto.
La verdad es que el señor Snowden no ha revelado
nada que cualquiera que tiene dos dedos de frente no sabía ya, aunque, es
cierto, pocos hubieran imaginado la magnitud de aquellas grabaciones. Estas
violaciones eran menos significativas en el pasado únicamente porque no existía
entonces una tecnología tan avanzada en el campo de las comunicaciones como la
que existe ahora. Este progreso extraordinario ha puesto en manos de las agencias
de inteligencia un juguete muy peligroso que no sólo amenaza a los enemigos de
la democracia, sino a la misma cultura de la libertad y a sus instituciones
representativas.
Si lo que queremos es que desaparezcan todos los
espías, yo firmo. El oficio sólo tiene gracia en las novelas y las películas;
en la realidad, es sucio y ensucia por su clandestinidad y porque
irremediablemente opera en una peligrosa cuerda floja que se balancea entre la
legalidad y la ilegalidad. Por desgracia, mientras existan las guerras, los
peligros de guerras y un terrorismo religioso e ideológico que provoca a diario
los estragos que sabemos, es prácticamente imposible que los Estados
democráticos renuncien a una actividad de la que podría depender en buena
medida la seguridad, políticas eficaces contra la repetición de tragedias como
las de las Torres Gemelas o de la estación de Atocha.
A diferencia de lo que
ocurre en las dictaduras, en las sociedades libres, como Estados Unidos, existe
una justicia independiente, una prensa libre, un congreso representativo e
innumerables asociaciones de derechos humanos, que pueden denunciar aquellos
excesos y tratar de corregirlos. ¿Por qué Edward Snowden no optó por este
camino legítimo, en vez de violentar a su vez la legalidad y convertirse en un
instrumento de regímenes autoritarios y totalitarios que se valen de él para
atacar al "imperialismo", y rasgarse las vestiduras en nombre de una
libertad y unos derechos que ellos pisotean sin el menor escrúpulo? Su caso es
muy semejante al de Julian Assange, quien desprecia la justicia de los países
democráticos, se niega a responder a los cargos que se le imputan por acoso y
violación sexual en Suecia, una de las democracias más genuinas, y quiere
proseguir su cruzada libertaria desde Ecuador, donde ejercitar la más mínima
libertad de expresión significa correr el riesgo de ser multado, encarcelado o
expropiado, como denuncian en estos días todas las asociaciones de periodistas
independientes del mundo entero.
El derecho a la privacidad ya desapareció hace
tiempo en el mundo en que vivimos. Lo arrasaron, antes que los espías, la
prensa amarilla y las revistas del corazón, la ferocidad de los debates
políticos que en su afán de aniquilar al adversario no vacilan en exponer a la
luz sus intimidades más secretas, y la avidez de un público por irrumpir en el
ámbito de lo privado a fin de saciar su curiosidad con secretos de cama,
escándalos de familia, relaciones peligrosas, intrigas, vicios, todo aquello
que antiguamente parecía vetado a la exposición pública. Hoy la frontera entre
lo privado y lo público se ha eclipsado y, aunque existan leyes que en
apariencia protejan la privacidad, pocas personas acuden a los tribunales a
reclamarla, porque saben que las posibilidades de que los jueces les den razón
son escasas. De esta manera, aunque por inercia sigamos utilizando la palabra
escándalo, la realidad ha vaciado a ésta de su contenido tradicional y de la
censura moral que implicaba, y ha pasado a ser sinónimo de entretenimiento
legítimo.
No tiene mucho sentido convertir en un héroe de la
libertad a Edward Snowden por haber revelado que no sólo las amas de casa, los
benignos profesionales y los burócratas violan a diario la privacidad de los
ciudadanos leyendo las revistas, escuchando o viendo en la radio y la
televisión los programas constituidos específicamente para violarla -la gran
diversión mediática de nuestro tiempo-, sino también los espías. ¿Mal de
muchos, consuelo de tontos? En cierta forma, sí. En las encuestas que se han
hecho en Estados Unidos sobre Snowden, una mayoría aprueba que la inteligencia
norteamericana grabe las conversaciones privadas. Me temo que no sería distinta
la reacción de la opinión pública de la gran mayoría de las sociedades
democráticas que viven, como Estados Unidos, con la zozobra de ser de nuevo
víctimas de los atentados terroristas de las organizaciones como Al-Qaeda,
empeñadas en acabar con el Gran Satán, categoría en la que incluyen a todas las
democracias laicas de corte occidental.
Hay peligro de que esta realidad deteriore las
instituciones que sostienen una democracia, sin duda. Pero también la
deterioran operaciones mediáticas que desnaturalizan el ejercicio de la
libertad de expresión y la convierten en un libertinaje irresponsable. La
libertad y la legalidad son igualmente importantes para que funcione la
democracia y ejercitar la libertad en contra de la legalidad sólo se justifica
en países donde la legalidad está reñida con aquella, pues la limita o
conculca. No es cierto que en sociedades como Estados Unidos o Suecia la
legalidad se haya degradado al extremo de que sólo violándola se pueda ejercer
la libertad. Ni Edward Snowden ni Julian Assange son paladines, sino
depredadores de la libertad que dicen defender.
© LA NACION.
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