La cultura del pacto
de la Transición
no debe tirarse por la borda. Pero es preciso renunciar a los victimismos, a la
retórica sobre los “expolios”, a las angustias sobre identidades eternas
amenazadas de extinción.
Como culminación del
proyecto ilustrado, hace poco más de dos siglos, Immanuel Kant especulaba sobre
la desaparición futura de los Estados soberanos, las guerras y las fronteras,
sustituido todo por una federación internacional de poderes que resolvería las
disputas hasta conseguir implantar una “paz perpetua”. La paz, que no era el
estado natural del hombre, sería la consecuencia del “progreso”, del imperio de
la “razón” en el espinoso terreno de las relaciones entre los grupos humanos.
En esa dirección nos
habíamos embarcado los europeos de la segunda mitad del siglo XX al intentar
construir una Unión que superase los Estados nacionales. Era el único proyecto
realmente utópico y apasionante de las últimas décadas. Su primer objetivo era
acabar con las guerras europeas, crónicas a lo largo de milenios, pero iba más
lejos: suponía menoscabar el principio de la soberanía nacional, limitar las
competencias de los Estados y convertir aquellos reductos blindados y opacos en
permeables a influencias exteriores. Al reducir los poderes del Estado-nación,
parecía lógico suponer que disminuiría el atractivo que representaba
convertirse en uno de ellos. Tras una larga sucesión de brutales intentos de
expansión de los Estados o de luchas por independizarse de un Estado opresor,
el futuro parecía anunciar una disminución suave y negociada de los poderes
estatales, cedidos a organizaciones supranacionales.
Ahora resulta que todo
esto no era más que un bello sueño. Ante la crisis económica, la Unión Europea , presa
de egoísmos nacionales, ha reaccionado con lentitud y torpeza. En todas partes
han ganado las elecciones populistas que han cultivado el odio contra el
vecino: los otros se aprovechan de nuestro trabajo, el euro ha generado
inflación y nos imposibilita salir de la crisis manipulando una moneda
propia... En los países mediterráneos, en lugar de intentar construir más
Europa, cediendo competencias —es decir, soberanía— a un Gobierno económico
europeo que nos ayudara a salir del atolladero, los gobernantes se enrocan en
su feudo, siguen enviando cifras maquilladas y retrasan en lo que pueden el
cumplimiento de reformas necesarias y prometidas a cambio de ayudas. Y en
Cataluña y el País Vasco vuelve a levantar el vuelo el independentismo.
El proyecto
independentista está ligado a los nacionalismos del siglo XIX. Las rivalidades
de aquella época llevaron a las dos guerras mundiales que causaron el declive
europeo del XX. Tras la
Gran Guerra , se ideó resolver las tensiones creando tantos
Estados como naciones se suponía que existían, con la esperanza de que muchos
espacios políticos culturalmente homogéneos garantizarían la convivencia en
paz. Surgieron así Estados como setas en el centro y este de Europa, pero con
ellos no terminaron los conflictos, sino que aparecieron otros nuevos:
desplazamientos de población, genocidios o tratamiento discriminatorio de las
minorías que siempre seguían quedando dentro de las nuevas fronteras...
Llegaron, en resumen, los fascismos y la
II Guerra Mundial. Tras esta, al fin, se impuso la sensatez
y emprendimos otro camino. Que es el que está ahora en crisis.
En lugar de insistir en el europeísmo,
resurgen las tentaciones de imponer el españolismo monolítico
En el caso español, las
circunstancias políticas actuales tienen muy poco que ver con las que vieron
nacer los nacionalismos catalán y vasco. En 1898, el país se caracterizaba por
el atraso económico, el analfabetismo, la falta de peso internacional, el
falseamiento del sistema democrático, las abismales desigualdades del mundo
agrario, la interferencia militar en la vida política y la eclesiástica en la
cultural, la localización del centro político en un poblacho manchego alejado
de los dos grandes polos industriales… Un siglo más tarde, afortunadamente, de
aquella lista de problemas queda poco. Pero sigue vivo el tema territorial. Las
élites políticas catalanas y vascas, apoyadas por una parte significativa de la
población, plantean demandas que apuntan a la constitución de un Estado-nación
propio, soberano y separado de España. Y las élites centrales carecen de la
cintura que tuvieron hace 35 años. En lugar de insistir en el europeísmo, le
asaltan las tentaciones de imponer por decreto el españolismo monolítico basado
en Don Pelayo, el Cid e Isabel la
Católica.
Es verdad que su
asociación con el franquismo desprestigió el españolismo y que el café
para todos de la Transición ofendió a
catalanes y vascos al compararlos con comunidades recién inventadas y sin
conciencia de la propia identidad. Lo que les hubiera satisfecho hubiera sido
una federación de cuatro grandes identidades: Cataluña, País Vasco, Galicia y
“Castilla”; algo bastante burdo, porque no hay homogeneidad en el espacio que
se extiende entre Cantabria y Canarias. Quizá una cifra intermedia entre cuatro
y 17 hubiera sido aceptable. ¿Es tarde para intentar replantear el Estado de
las autonomías?
Pocos beneficios puede
reportar al ciudadano de a pie la independencia política. Nada ganaría con
volver a tener que cruzar puestos fronterizos, con manejar varias monedas, con
llamar “extranjeros” a quienes hasta ahora han sido conciudadanos. Solo los más
cargados de conciencia identitaria obtendrían satisfacciones morales: ahora
somos más pequeños, pero somos el “nosotros” con el que soñé desde niño. A
cambio de eso, cuántos desgarramientos personales o familiares, cuántas
posibles querellas en torno a quién corresponde esta competencia o este dinero,
por no hablar de los choques violentos que, en la historia europea, han
acompañado casi siempre a los procesos de secesión. Estos últimos, prefiero ni
mentarlos; quiero creer que hemos superado esa fase. Los intelectuales parecen
liberados de las angustiasnoventayochistas sobre el “se rompe España”, raíz de
tantas locuras; y entre los militares parece haberse impuesto el acatamiento a
los pactos o las decisiones que se tomen por los dirigentes civiles.
Pero si al común de las
gentes un cambio de este tipo apenas les reportaría ventajas, y sí muchos
inconvenientes, les resultaría, en cambio, indiscutiblemente beneficioso a las
élites político-intelectuales. Pasar de autoridad local a jefe de Estado suscita,
y se comprende, mucho entusiasmo.
Pero es jugar con fuego.
La gente podría tomárselo en serio y lo que hoy es solo una pugna entre élites
políticas rivales por competencias y recursos podría convertirse en un
enfrentamiento étnico auténtico, con comunidades hostiles, separadas por
barrios, con hijos que no se casan entre sí y que se lían a golpes cuando se
encuentran en los bares. Algo que existe en el mundo balcánico, pero, por
fortuna, nunca visto en España. La culminación sería una fragmentación, también
a la balcánica, en pequeñas unidades soberanas, independientes, rivales entre
sí, con posibles represalias y depuraciones étnicas. Ese escenario no es
probable hoy día, pero tampoco imposible.
Cuánto mejor sería
intentar adecuar nuestros esquemas mentales y categorías legales a la
complejidad y fluidez de la vida social; aceptar que tenemos varias identidades
y que ninguna de ellas tiene por qué ser prioritaria sobre las otras. Con la
inmigración y el incremento de los lazos con la UE y con América Latina nos estábamos
acostumbrando ya a un cierto multiculturalismo en este país. También
aceptábamos la existencia de diversos niveles de poder. Sería cosa de pactar de
manera más clara y estable las competencias y recursos de cada uno hasta llegar
a un modelo federal español sui generis, asimétrico, e integrado, a su vez, en
un sistema federal europeo. Encaminaríamos así de nuevo al Estado nacional por
la senda que le conduciría a su disolución en una red de múltiples niveles de
poder.
Si una racionalización
global del sistema, en esta línea federal compleja, es imposible, mantengamos
al menos la situación actual, con algún nuevo acuerdo sobre el reparto de la
recaudación fiscal entre la
Generalitat y el Gobierno central. La cultura del pacto
generada en la Transición
no debe arrojarse por la borda. Pero hay que renunciar a los victimismos, a las
referencias a “expolios” por parte de los vecinos, a las angustias sobre
identidades sagradas y eternas hoy amenazadas de extinción. Es responsabilidad
de las élites políticas evitar el cultivo de estas emociones primarias. Si no
lo hacen, es responsabilidad nuestra, de los ciudadanos, no dejar que exciten
nuestras pasiones en favor de sus intereses.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense
de Madrid.
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