Las
instalaciones nucleares iraníes están muy dispersas y bien protegidas
En realidad Irán no
juega con fuego sino con su programa nuclear y sus variadas bazas de retorsión,
y lo hace como un consumado maestro en el manejo de los tiempos, centrado en
dos objetivos: garantizar la supervivencia del régimen, basado en el velayat
e faqí (Gobierno de
los expertos en la ley islámica), y aprovechar las circunstancias (Irak
debilitado y EE UU en rumbo de salida de la zona) para consolidarse como líder
de Oriente Próximo.
Si nos dejamos llevar
por los mensajes más altisonantes de estos últimos tiempos parecería que la
guerra, contra el que aún hace poco fue definido como parte del “eje del mal”,
ya está decidida. A la urgencia por destruir su controvertido programa nuclear
se le añadiría, como motivo principal, el intento por anular a un actor que,
desde 1979, cuestiona abiertamente un statu quo impuesto por Washington con la
colaboración de los eufemísticamente denominados “países árabes moderados”.
Pero si se atiende al cúmulo de señales de apaciguamiento que actores muy
diversos están tratando de transmitir —temerosos de que el ataque no resuelva
nada y desestabilice la totalidad de la región—, la conclusión podría ser
totalmente distinta.
Son numerosos ya los análisis publicados sobre el juego de la guerra
que se viviría si se desencadena el ataque contra territorio iraní. No deja de
ser llamativo que ninguno de ellos parta de la hipótesis de un ataque
preventivo de Teherán, quizás inconscientemente derivado del hecho de que este
país no ha atacado frontalmente a ningún otro desde su independencia. Lo normal
en esos casos es dejar volar la imaginación, apoyándose en las guerras más
recientes y en el análisis de las capacidades militares de los contendientes;
pero frecuentemente olvidando que cada guerra es una historia exclusiva y que,
a partir del primer disparo, lo que suele seguir es una mezcla desordenada de
racionalidad, estupidez y falibilidad humanas. Visto así, salvo para los que
disfrutan con las adivinanzas, de poco sirve juguetear a la estrategia de
salón.
El arte de la guerra
La guerra no es una
ciencia exacta, sino un arte (por chocante que pueda parecer esa palabra) que
enfrenta dos voluntades, en un complejísimo ejercicio que obliga a considerar
un gran número de variables y a responder sobre la marcha a los muchos
imponderables que se acumularán en el campo de batalla. De este modo, se
entiende que cada acción produce una reacción que solo podemos calibrar en
términos de más probable (para definir nuestro plan de operaciones) y más
peligroso (para planificar nuestra seguridad). Un reto que, además, exige una
alta flexibilidad para adaptarse continuamente a lo inesperado. En estas
condiciones, si, como se sostiene mayoritariamente, Israel termina por lanzarse al ataque en algún momento
antes de final de año, lo máximo que podremos vaticinar es la
primera escena de la película (ojalá sea eso y no una guerra real).
Supongamos que Israel se
lanza al ataque (ni EE UU ni Irán están interesados en romper las
hostilidades). El objetivo, tantas veces repetido, será destruir las
instalaciones nucleares iraníes (especialmente las plantas de enriquecimiento
de Natanz y Fordo, pero también las instalaciones donde se produce el
hexafluoruro de uranio (a partir del yellow cake) de Isfahan y el reactor de
agua pesada de Arak. Todo ello sin olvidarse de eliminar las defensas antiaéreas para facilitar las acciones de
bombardeo.
Dado que Irán se ha
preocupado desde hace tiempo de dispersar sus instalaciones nucleares (en un
país de 1,65 millones de kilómetros cuadrados) y de protegerlas con todas las
medidas a su alcance (lo que hace a las más relevantes incluso capaces de
soportar la explosión de las poderosas bombas GBU-28 israelíes), no será
posible batirlas por completo con un solo golpe (aun utilizando unidades
terrestres de operaciones especiales infiltradas en el país).
Dado que es impensable
una invasión terrestre e Israel no tiene una flota de guerra de suficiente
entidad, se supone que necesitará emplear durante un largo periodo al grueso de
su aviación de combate (unos 125 cazas, mayoritariamente F-15 y F-16) —dejando
al país en una delicada situación si hay represalias aéreas—, aprovechando
preferentemente la noche y violando espacio aéreo árabe (sea a través de
Jordania e Irak o, más probablemente, Arabia Saudí). Un simple cálculo sobre la
autonomía de esos aparatos lleva a concluir que tendrán que repostar en vuelo
para cubrir los alrededor de 3.500 kilómetros que deben recorrer hasta sus
objetivos y regresar a sus bases. Para esas operaciones Israel solo cuenta con
ocho aviones cisterna KC-707, lo que limita el volumen de cada una de las
oleadas de ataque y cuestiona la intensidad de una campaña aérea que,
previsiblemente, contaría las salidas por miles.
Para hacer frente a un
ataque de esas características, es cierto que Irán no ha logrado hacerse con
los sistemas de defensa S-300 rusos (lo que vuelve a mostrar la ambigüedad de
Moscú en esta crisis). Pero tiene, para empezar, elementos de disuasión tan bien
engrasados como Hezbolá, en Líbano, o Hamás, en Gaza, a los que cabe
añadir su notable influencia en Irak y Siria, pero también entre las
comunidades chiíes de Bahréin, Yemen e incluso Arabia Saudí. Elementos, todos
ellos que a buen seguro complican enormemente los cálculos a los responsables
de seguridad de Tel Aviv (y de Washington).
Por si esto no sirviera
para anular los planes bélicos de raíz, Teherán dispone de unas fuerzas armadas con unos 400.000 efectivos y un Cuerpo
de Guardianes de la
Revolución Islámica (pasdarán),
que aporta otros 125.000 con mayor capacidad operativa que los primeros. Es
cierto que, en el terreno estrictamente militar, lleva las de perder en una
batalla aérea (contando con sus F-14, Mig-29 y hasta anticuados F-4, F-5 y
Mirage F-1E) y que sus defensas no son seguramente impenetrables, pero nadie
puede pensar que el ataque sea un paseo militar como el de la operación
Protector Unificado contra la
Libia de Gadafi. Además, Irán dispone de un variado arsenal
misilístico —como los Shahab-3 y los Sajjil-2, que tienen a Israel en su radio
de acción—, que pueden superar las barreras antimisiles israelíes (tanto la Iron Dome , como los
misiles Arrow-3 y la todavía en desarrollo David's Sling).
De todas maneras, a
partir de ese hipotético primer golpe, nada consistente podemos apuntar sobre
lo que vendría a continuación. De hecho, ni siquiera está claro que Irán fuera
a responder en términos clásicos, lanzando sus misiles contra territorio
israelí o atacando a los buques de guerra de la V Flota estadounidense que
patrullan el Golfo (para lo que cuenta con una veintena de pequeños submarinos,
pero también lanchas y patrulleras de muy diverso tipo, capaces de lanzar
misiles, sembrar minas o incluso realizar ataques suicidas cargados de
explosivos, sin olvidar las baterías artilleras móviles a lo largo de la
costa). En primer lugar, dependerá del daño recibido; de tal modo que si éste
es de escasa entidad, podría optar por acciones encubiertas y renunciar a una
represalia en fuerza, para no alimentar una espiral bélica que se iría
decantando en su contra si, sobre todo, Washington se implicara en fases
posteriores. Con ello atendería a varios objetivos simultáneos: negar razones a
Israel para seguir escalando en el campo militar, restar argumentos para que EE
UU se viera obligado a apoyar militarmente a su principal aliado en la región,
alimentar las divergencias en la comunidad internacional ante lo que muchos
verían como una agresión injustificada…, y preservar su programa nuclear de
nuevos ataques.
Si no funciona el primer ataque
Si el primer golpe
israelí no desmantela buena parte del sistema nuclear iraní y Teherán elige no
responder de inmediato (sin que eso signifique que haya sido derrotado), el
panorama se complica sobremanera para el agresor. Por un lado, al colocar en
muy mal lugar a regímenes como el jordano y el saudí, por haber dejado
sobrevolar sus cielos a los cazas israelíes sin más que una farisaica protesta,
tendría más problemas para usar nuevamente esas rutas. Además, difícilmente
podría lanzar un segundo ataque, sin recibir la unánime condena internacional,
ni implicar a Barack Obama (un candidato electoral que no desea verse
empantanado en un nuevo frente bélico en Oriente Próximo).
Precisamente esa implicación estadounidense es una condición sine
qua non para aspirar
al éxito en la campaña, puesto que es el único que puede garantizar el
reabastecimiento en vuelo, la densidad adecuada en las reiteradas de oleadas de
ataque a tierra, la defensa antiaérea, el mando y control de las operaciones,
las bombas de mayor potencia (como las GBU-31 o las Massive Ordnance
Penetrator) y hasta el compromiso (forzado o voluntario) de otros gobiernos.
Sin esa colaboración, el esfuerzo israelí corre el riesgo de dejar buena parte
del programa nuclear iraní intacto y de sufrir consecuencias quizás
insoportables.
Eso dejaría a Teherán
con las manos libres para continuar con su empeño nuclear y para represaliar a
su modo, empleando las bazas de retorsión antes mencionadas y variadas técnicas
de guerra irregular. No necesitaría tampoco cerrar el estrecho de Ormuz
—contando con su presencia militar desde 1992 en las pequeñas, pero
estratégicas islas de Abu Musa, Tung as Sughra y Tunb al Kubra, ubicadas en las
cercanías de su punto más estrecho—, una medida que aunque dañaría a todo el
mundo (por la inmediata subida del precio de los hidrocarburos), también
afectaría muy duramente a su principal fuente de ingresos.
Por si todo eso fuera
poco para obligar a Israel a pensárselo dos veces, Teherán acaba de dar una
nueva muestra de su dominio del juego. Ha logrado que la comunidad
internacional —visibilizada en este caso en el Grupo 5+1 (los cinco miembros
permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania)— haya aceptado la oferta de volver a reabrir el proceso de negociaciones (bloqueado desde enero de 2011). Sin
que esto signifique que Irán vaya a renunciar a nada, hay que entender que se
trata de un movimiento que hace aún más problemático el ataque, por la sencilla
razón que significaría reventar el esfuerzo diplomático mientras los
interlocutores están sentados a la mesa. Irán estará interesado en mantenerse
en dicha mesa, e incluso en mostrarse más flexible ante las demandas del
Organismo para la
Energía Atómica , al menos mientras se mantenga abierta la
ventana de oportunidad que ahora vislumbra el Gobierno de Netanyahu por la
parálisis estadounidense.
Racionalmente la guerra
es hoy la peor de las opciones posibles. Irán no es, como vienen repitiendo
voces muy significadas del establishment israelí, una amenaza
existencial, aunque nunca podrá ser una buena noticia que llegue a dominar el
uso militar de la energía nuclear. El ataque solitario de Israel no resolvería
ningún problema y podría dar alas a un Irán más radical (una vez que
prácticamente todo el poder vuelve a las manos de Ali Jamenei), en lugar de dar
tiempo a que las sanciones y la negociación surtan el efecto deseado. En todo
caso, la decisión de emprender una guerra no siempre obedece a parámetros
racionales.
Jesús A. Núñez
Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción
Humanitaria (IECAH).
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