Las
profecías asociadas al calendario maya convierten 2012 en un escenario del
renacimiento de las ficciones en torno a la destrucción final del planeta.
EL PAÍS/JORDI COSTA - Madrid –
Afirmar que el calendario maya predice que el fin del mundo
tendrá lugar, exactamente, el próximo 21 de diciembre de 2012 a las 11:12 es algo tan
temerario como en su día lo fue sostener que el efecto 2000 iba a resetear toda
memoria informática o que el Apocalipsis que describió San Juan era, en el
fondo, el tráiler del espectáculo global que tendría su estreno (y, de paso,
única representación) el primero de enero del año 1000 después de Cristo. No
obstante, cuando la inevitable fragilidad de una predicción se da la mano con
un estado moral poco benigno -un contexto de crisis y escasos horizontes de
futuro-, es inevitable que el refranero reivindique la vigencia de su
pensamiento populista y nos recuerde eso de a
río revuelto, ganancia de espectadores.
Poe fue el primero que contó
el fin del mundo en primera persona
Solo en España, '2012', de
Roland Emmerich, recaudó 15 millones de euros
La sensación de estar viviendo el fin de la Historia va mucho más
allá de ese pintoresco número -el 2012- que, a fin de cuentas, encontró su
destino natural en un producto de multisalas dirigido por Roland Emmerich: 2012 (2009), la película, que solo en
nuestro país recaudó más de 15 millones de euros y que, en sus cifras globales
de beneficios, casi multiplicó por cuatro su presupuesto estimado en 200
millones de dólares (157 millones de euros). En la película de Emmerich, el
viejo modelo de película de catástrofes, con su protagonismo coral y su juego
de arbitrarias encrucijadas del azar, llegaba a su colapso: en una de sus
escenas, el espectador descubría que una operación de aumento de pechos marcaba
el vínculo entre algunos de sus personajes -el marido de la exmujer del
protagonista había operado a la novia del mafioso ruso: con lazos así, se hacía
duro no pensar en que esa humanidad merecía el fin-. El 2012 quizá solo sea una
excusa para sacarle una nueva rentabilidad a la ficción apocalíptica, pero no
deja de resultar interesante ver cuáles son las nuevas características que
adopta el subgénero ante fecha tan señalada.
"Entonces... ¡inclinémonos, Charmion, ante la sublime
majestad de Dios el grande!, entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido,
tal como si brotara de su boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual
existíamos, reventó instantáneamente en algo como una intensa llama roja, cuya
insuperable brillantez y abrasante calor no tienen nombre, ni siquiera entre
los ángeles del alto celo del conocimiento puro. Así acabó todo", escribía
Edgar Allan Poe al final de La
conversación de Eiros y Charmion, relato escrito en 1839 que los
especialistas siguen considerando el texto fundacional en la tradición de ficciones
apocalípticas que, fuera del ámbito de los textos religiosos, imaginan un final
de la humanidad debido a causas cósmicas.
El revolucionario gesto de Poe de contar un Apocalipsis en
primera persona, colocando al narrador en una posición teóricamente imposible,
es, probablemente, la manera de afrontar el tabú de la destrucción total que ha
encontrado mayores equivalentes en este 2012, en el que el individuo ya parece
asumir que la caída del telón no se vivirá como tragedia colectiva, sino como
catástrofe individual, vivida desde la subjetividad: un Apocalipsis íntimo como
el que ha mostrado Lars Von Trier en su celebrada Melancolía(2011) y como el que
imaginó Andrei Tarkovski en su exigente pero inolvidable Sacrificio (1986).
Varias son las películas que han imaginado el fin del mundo (o
su posibilidad) en esta última temporada: desde el Contagio (2011) de Steven Soderbergh hasta Take Shelter(2011), de Jeff
Nichols, otro ejercicio de Apocalipsis del yo, o Perfect Sense (2011) de David McKenzie, en la que
Ewan McGregor y Eva Green viven el cataclismo definitivo como una atrofia
sensorial. Sin duda, las que revelan una mayor armonía con la sensibilidad del
presente son las que se olvidan de la hipérbole para contar el fin de los
tiempos en clave casi intimista, como lo hizo uno de los grandes escritores
apocalípticos del siglo XX, J. G. Ballard, que en novelas como El mundo sumergido (1962) o El mundo de cristal (1966) alteró la dinámica del
subgénero al presentar protagonistas que no luchaban por su supervivencia, sino
por alcanzar la comunión espiritual con una destrucción absoluta que podía
revelarles una verdad oculta sobre sí mismos.
Quizá una de las iniciativas más sorprendentes surgidas a
remolque de este hypeapocalíptico
haya sido la edición por parte de Blackie
Books de la Agenda del Fin del Mundo para 2012: un día a día de la cuenta
atrás que plantea surtidas posibilidades de destrucción para cada semana del
año...
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