Daniel Mundo vuelve sobre una reflexión casi eterna: medios y fines. En este caso, referida a la comunicación moderna y la posibilidad de rediscutir sobre sus sentidos.
1. Uno de los mitos fundacionales de la época moderna, fortalecido en la contemporaneidad, representa a los medios de comunicación como una especie de arco de la libertad, una puerta aureolada de bondad y armonía, pues la comunicación supondría la capacidad de los interlocutores para superar los conflictos y cimentar el consenso. Los mass media forman parte del mismo organismo que las libertades de pensamiento, de opinión y de circulación.
Los medios, a su vez, vienen atornillados a los aparatos técnicos: a fines del siglo XVIII, cuando existía una prensa escrita en estado rudimentario, se inventó el telégrafo –que servía para comunicar el frente de batalla con el poder central del ejército de Napoleón; la tecnocomunicación, un pariente cercano de los proyectos bélicos–. También al ferrocarril se lo llamó medio de comunicación: el teléfono, el automóvil, el cine, la radio, la televisión, y ahora Internet, el celular, el ipod y el twitter (mañana, la nave espacial, el aeroauto y la teletransportación virtual) constituyen todos medios de comunicación. ¡Cuánto nos complacía imaginarnos instalados en la “sociedad de la comunicación”!
Lo paradójico de esta situación radica en que cada vez los seres humanos de carne y hueso parecemos más incapaces de comunicarnos. El lamento rizomático por la sociedad masiva del espectáculo. ¿No será éste, acaso, un contramito intelectual, tan fundacional como aquello a lo que se opone, la transparencia comunicacional democrática? La técnica siempre despierta esta radicalidad: o se la festeja o se la abomina, o se la rechaza o se la recibe como si se tratara del abracadabra para todos los males de este mundo de corrupción. ¿Podemos pensar a la técnica y a su encarnación en los medios de comunicación de masas por fuera de esta dicotomía maniquea? Habría que situar a la técnica en la carne social de la que se origina. Y aquí, entonces, aparece otro problema. ¿Qué proyecto político-cultural representa a la sociedad argentina? ¿Hay una cultura, una sociedad argentina? Obviamente, no. Lo que sí hay, aunque nos cueste aceptarlo, es una Argentina distinta a cualquier país central, en la que hasta ayer se pujaba entre una cultura europea y civilizada, y una cultura bárbara, consumista y “americana”. Hoy, índices prístinos nos señalizan la dirección única a la que estamos abocados: el automóvil y la casa propia poblada con wii y netbooks modelan los objetos de nuestro deseo. Un proyecto mundial.
2. Los medios fogonean dos grandes máquinas: la máquina del lenguaje y la máquina del entretenimiento. Con la segunda se logró que todo el tiempo de nuestra existencia se volviera un tiempo productivo: hacer nada hoy significa mirar televisión, una de las grandes usinas del Capital. La máquina del lenguaje, por su parte, redujo a éste a su insignificancia informativa: la información reporta un hecho ocurrido, pero no reconstruye su sentido, porque el sentido proviene de una experiencia vivida que la información ni suplanta ni repone. Si termináramos creyendo que el sentido radica en la información, la representación mediática reemplazaría a la auténtica realidad, la felicidad a carcajadas a la laboriosa tarea de existir día a día. Tal es la desorientación que los medios timonean nuestra vida, aceleran su tiempo o le inoculan pánico y desazón.
3. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual hizo por fin público un debate que desde hacía décadas la sociedad venía dándose de modo soterrado. Faltaba la discusión abierta. Evidentemente el Estado debía edificar el dique que contuviera al mito liberal de la libre circulación de las ideas y la información, como también a la concentración de la propiedad. No contábamos con él –los intelectuales lo desprecian, la derecha lo exprime, los medios y la gente le desconfía, la izquierda lo aprovecha y lo culpabiliza–, pues la modernización tecnocomunicacional se dio junto con su desregulación y su achicamiento salvajes.
Otro debate, vacante aún, consiste en preguntarnos si el medio es, como creemos vulgarmente, un simple medio, y en este caso entre qué o quiénes sería un medio, cuál la consistencia de su naturaleza o cuál su función. O quizá la comunicación, el fin de los medios, se convirtió en otro medio más, y entonces ya no el medio sino la comunicación misma se haya vuelto todo el mensaje posible, el talismán mediático a invocar para terminar no diciendo nada. La comunicación, el imperativo posmoderno: “comunicar es bueno”, no importa qué ni cómo. ¿Seremos capaces de devolverle a la comunicación su carácter arriesgado y azaroso? ¿Concebirla como una tarea ardua y nunca automática? No hay entendimiento sin malentendido. La palabra interrumpe el silencio del que se nutre.
* Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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