El populismo, complejo y mutante, es
consustancial a nuestras sociedades. Un repaso a su recurrencia desde los
totalitarismos de los años treinta hasta su actual auge.
Donald Trump, durante un acto electoral en Tampa (Florida) Chris O'Meara AP
JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA/EL PAÍS
Hablar de populismo requiere deslindar dos ámbitos y
lenguajes. En el lenguaje de la contienda política que se transmite y
escenifica a través de los medios de comunicación, el adjetivo populista es
utilizado para descalificar a quien apela a los bajos instintos del votante con
mentiras, groseras manipulaciones y promesas de imposible cumplimiento. En el
fragor de la batalla se distingue al populista porque busca la complicidad con
el pueblo en lugar de interpelar a la ciudadanía, el más importante sujeto
colectivo de una democracia. También cuando niega la existencia de ideologías,
declara superada la división izquierda y derecha o se postula como puente
trascendente entre ellas. Al populista se le detecta, además, en la aspiración
a dividir y polarizar a la ciudadanía en dos grupos antagónicos (ricos frente a
pobres, gente sencilla frente a casta) o en el señalamiento de una serie de
enemigos, exteriores o interiores, como responsables de los males de la nación
o pueblo y la consiguiente demanda de liberación de su yugo opresor; una larga
lista que incluye, según los momentos, la oligarquía, Angela Merkel, el
neoliberalismo, la Unión Europea o los mercados financieros.
Pero más
allá del día a día de la política, la ciencia política estudia el populismo
como un fenómeno complejo, variado y mutante, que afecta a sociedades distintas
en momentos separados en el tiempo. Un primer populismo, el de los años
treinta, supuso la quiebra de las democracias y su bifurcación en dos sendas
totalitarias (comunista y fascista) mortalmente enfrentadas entre sí.
Posteriormente, después de la II Guerra Mundial, proliferó un populismo de
corte conservador-autoritario. En ese segundo tipo de populismo encontramos a
los generales o próceres autollamados a salvar a la patria de un enemigo
exterior, librarlas del caos interior o asegurar el desarrollo económico,
siempre, por supuesto, a costa de la democracia y de las libertades y derechos
individuales. Ahí están los generales Perón, Franco o Trujillo, Sukarno en
Indonesia y Park Chung-hee en Corea del Sur, pero también el padre de Singapur,
Lee Kuan Yew, que gobernó el país de 1959 a 1990 bajo una máxima muy sencilla
de entender y aplicable en todo tiempo y lugar: “Nosotros decidimos lo que es
correcto, no importa lo que la gente piense”.
Todos esos
espadones u hombres-fuertes sostuvieron la excepcionalidad de sus personas,
países, pueblos y destinos, y elaboraron doctrinas políticas que justificaran
la inevitable necesidad de su autoridad y la virtud de sus regímenes políticos
como alternativas superiores a la (siempre corrupta) democracia representativa.
Sin embargo, pese a la pretensión excepcionalista, nada hay más universal y
menos autóctono que los valores del populismo conservador-autoritario: detrás
de doctrinas tan geográficamente distantes entre sí como el
nacional-catolicismo (todavía vigente hoy, parece, en Polonia) como en la
apelación a los “valores asiáticos” para justificar la limitación de la
democracia, encontramos los mismos elementos constitutivos (autoridad, familia,
patriarcado, ley, orden, dios, patria o justicia) y un mismo rechazo a aceptar
la idea de que los pueblos se pueden gobernar a sí mismos de forma libre y
pacífica.
A ese largo reinado de los populismos autoritarios y desarrollistas de
derechas le sucedió (especialmente en la América Latina que transita en
los años noventa del siglo pasado por su propia crisis política y económica) un
tercer populismo, esta vez de izquierdas. Si los populismos conservadores que
les precedieron se basaban en la exclusión, en el rechazo a la participación
del pueblo, los nuevos populismos arrancaron desde el paradigma contrario: la
inclusión de los hasta ahora excluidos de la política, fueran indígenas,
mestizos o, directamente, clases populares. La revolución bolivariana que
impulsó Hugo Chávez en Venezuela y que tan hondamente
inspirara a Evo Morales en Bolivia, a Rafael Correa en Ecuador y a los líderes
de Podemos en sus épocas formativas supone no sólo el reencuentro de la
izquierda radical con el pueblo, sino con los instrumentos típicos de la
democracia (las elecciones y la representación política), hasta entonces
despreciadas como artefactos de una democracia liberal que se pretendía
superar. El populismo de izquierdas prescinde de la clase obrera, designada por
Marx como sujeto histórico, supera la incomodidad tradicional de la izquierda
con la idea de nación, considerada más propia de la derecha y del fascismo,
sitúa al pueblo y la soberanía en el centro de su actuación y se planta ante
las urnas con la esperanza de ganar el poder democráticamente para (aunque no
lo confiese públicamente) reemplazar la vieja democracia liberal por un nuevo
tipo de socialismo democrático.
Pero ahí no acaba la historia del populismo. Los populistas de
izquierdas han encontrado un duro competidor en los nuevos populistas de la
derecha xenófoba que triunfa en la Europa occidental más rica y, creíamos,
blindada democráticamente. Marine Le Pen en Francia, Nigel Farage en el Reino
Unido y la pléyade de populista suecos, daneses, holandeses, suizos, etcétera
(también, por cierto, Donald Trump en EE UU), están enarbolando la bandera
de la inclusión, los derechos sociales y la soberanía frente al enemigo
exterior. Este enemigo puede ser la Unión Europea y su proyecto cosmopolita y
supranacional, denostado como una nueva “cárcel de pueblos”, en referencia a la
acusación que se vertía sobre el falso internacionalismo de la Unión Soviética.
Pero también figuran en la lista de enemigos el islam, reconceptualizado en
islamofascismo, o los extranjeros, acusados de mancillar la pureza y valores de
la nación con sus vidas parasitarias y su rechazo a la asimilación. Muchos de
estos nuevos partidos populistas utilizan el término libertad o democracia en
sus siglas, se parapetan tras la laicidad e incluso dicen defender los derechos
de la mujer y de los homosexuales frente al islam. Todo ello con el fin de
fingir un barniz democrático y blanquear la toxicidad de sus pretensiones
autoritarias, nacionalistas y de limpieza étnica.
De esta
inmensa variedad y evolución populista se desprende una verdad algo incómoda:
que dentro de nuestras sociedades parece haber un gen populista, una
predisposición a la identificación tribal, étnica o nacionalista que pugna por
situarse por encima de la consideración de todos nosotros como ciudadanos
libres e iguales, sujetos de derechos inalienables. Es como si las democracias
tuvieran una inclinación atávica al suicidio que sólo necesitara de los
estímulos adecuados y del solapamiento de quiebras políticas, económicas y
sociales. ¿Si no, cómo explicamos su insoportable recurrencia?
José Ignacio Torreblanca es profesor de la UNED y autor de Asaltar
los Cielos: Podemos o la política después de la crisis (Debate,
2015). @jitorreblanca
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