Es la voz del
'precariado'. El sociólogo denuncia la desigualdad y la caída de la clase
media. Y avisa a los indignados de que su experimento puede tener corta vida.
Zygmunt Bauman / SAMUEL SÁNCHEZ
RICARDO DE
QUEROL
Acaba de cumplir 90 años y de enlazar
dos vuelos para llegar desde Inglaterra al debate en que participa en Burgos.
Está cansado, lo admite nada más empezar la entrevista, pero se expresa con
tanta calma como claridad. Se extiende en cada explicación porque detesta dar
respuestas simples a cuestiones complejas. Desde que planteó, en 1999, su idea de la “modernidad líquida” —una
etapa en la cual todo lo que era sólido se ha licuado, en la cual “nuestros
acuerdos son temporales, pasajeros, válidos solo hasta nuevo aviso”—, Zygmunt Bauman es una figura de
referencia de la sociología. Su denuncia de la desigualdad creciente, su
análisis del descrédito de la política o su visión nada idealista de lo que ha
traído la revolución digital lo han convertido también en un faro para el
movimiento global de los indignados, a pesar de que no duda en señalarles las
debilidades.
Este polaco (Poznan, 1925) era niño
cuando su familia, judía, escapó del nazismo a la URSS, y en 1968 tuvo que
abandonar su propio país, desposeído de su puesto de profesor y expulsado del
Partido Comunista en una purga marcada por el antisemitismo tras la guerra
árabe-israelí. Renunció a su nacionalidad, emigró a Tel Aviv y se instaló
después en la Universidad de Leeds, que ha acogido la mayor
parte de su carrera. Su obra, que arranca en los años sesenta, ha sido
reconocida con premios como el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades de
2010, junto a su colega Alain Touraine.
Se le considera un pesimista. Su
diagnóstico de la realidad en sus últimos libros es sumamente crítico. En ¿La riqueza de
unos pocos nos beneficia a todos? (2014) explica el alto
precio que se paga hoy por el neoliberalismo triunfal de los ochenta y la
“treintena opulenta” que siguió. Su conclusión: que la promesa de que la
riqueza de los de arriba se filtraría a los de abajo ha resultado una gran
mentira. En Ceguera moral (2015),
escrito junto a Leonidas Donskis, alerta de la pérdida del sentido de comunidad
en un mundo individualista. En su nuevo ensayo vuelve a las cuatro manos, en
diálogo con el sociólogo italiano Carlo Bordoni. Se llama Estado de crisis y
trata de arrojar luz sobre un momento histórico de gran incertidumbre. Paidós
lo publica en España el día 12.
Bauman vuelve a su hotel junto al
filósofo español Javier Gomá, con quien ha debatido en el marco del Foro de la
Cultura, un ciclo que celebrará su segunda edición en noviembre y
trata de convocar en Burgos a los grandes pensadores mundiales. Él es uno de
ellos.
PREGUNTA. Usted ve la desigualdad
como una “metástasis”. ¿Está en peligro la democracia?
Ha sido una catástrofe arrastrar la clase media al
precariado. El conflicto ya no es entre clases, sino de cada uno con la
sociedad”
RESPUESTA. Lo que está pasando ahora,
lo que podemos llamar la crisis de la democracia, es el colapso de la
confianza. La creencia de que los líderes no solo son corruptos o estúpidos,
sino que son incapaces. Para actuar se necesita poder: ser capaz de hacer
cosas; y se necesita política: la habilidad de decidir qué cosas tienen que
hacerse. La cuestión es que ese matrimonio entre poder y política en manos del
Estado-nación se ha terminado. El poder se ha globalizado pero las políticas
son tan locales como antes. La política tiene las manos cortadas. La gente ya
no cree en el sistema democrático porque no cumple sus promesas. Es lo que está
poniendo de manifiesto, por ejemplo, la crisis de la migración. El fenómeno es
global, pero actuamos en términos parroquianos. Las instituciones democráticas
no fueron diseñadas para manejar situaciones de interdependencia. La crisis
contemporánea de la democracia es una crisis de las instituciones democráticas.
P. El péndulo que describe entre
libertad y seguridad ¿hacia qué lado está oscilando?
R. Son dos valores tremendamente
difíciles de conciliar. Si tienes más seguridad tienes que renunciar a cierta
libertad, si quieres más libertad tienes que renunciar a seguridad. Ese dilema
va a continuar para siempre. Hace 40 años creímos que había triunfado la
libertad y estábamos en una orgía consumista. Todo parecía posible mediante el
crédito: que quieres una casa, un coche… ya lo pagarás después. Ha sido un
despertar muy amargo el de 2008, cuando se acabó el crédito fácil. La
catástrofe que vino, el colapso social, fue para la clase media, que fue
arrastrada rápidamente a lo que llamamosprecariado. La categoría de los
que viven en una precariedad continuada: no saber si su empresa se va a
fusionar o la va a comprar otra y se van a ir al paro, no saber si lo que ha
costado tanto esfuerzo les pertenece... El conflicto, el antagonismo, ya no es
entre clases, sino el de cada persona con la sociedad. No es solo una falta de
seguridad, también es una falta de libertad.
P. Afirma que la idea del progreso es
un mito. Porque en el pasado la gente confiaba en que el futuro sería mejor y
ya no.
R. Estamos en un estado de
interregno, entre una etapa en que teníamos certezas y otra en que la vieja
forma de actuar ya no funciona. No sabemos qué va a reemplazar esto. Las
certezas han sido abolidas. No soy capaz de hacer de profeta. Estamos
experimentando con nuevas formas de hacer cosas. España ha sido un ejemplo en
aquella famosa iniciativa de mayo (el 15-M), en que esa gente tomó las plazas,
discutiendo, tratando de sustituir los procedimientos parlamentarios por algún
tipo de democracia directa. Eso probó tener una corta vida. Las políticas de
austeridad van a continuar, no las podían parar, pero pueden ser relativamente
efectivos en introducir nuevas formas de hacer las cosas.
P. Usted sostiene que el movimiento
de los indignados “sabe cómo despejar el terreno pero no cómo construir algo
sólido”.
R. La gente suspendió sus diferencias
por un tiempo en la plaza por un propósito común. Si el propósito es negativo,
enfadarse con alguien, hay más altas posibilidades de éxito. En cierto sentido
pudo ser una explosión de solidaridad, pero las explosiones son muy potentes y
muy breves.
P. Y lamenta que, por su naturaleza
“arco iris”, no cabe un liderazgo sólido.
R. Los líderes son tipos duros, que
tienen ideas e ideologías, y la visibilidad y la ilusión de unidad
desaparecería. Precisamente porque no tienen líderes el movimiento puede
sobrevivir. Pero precisamente porque no tienen líderes no pueden convertir su
unidad en una acción práctica.
El 15-M, en cierto sentido, pudo ser una explosión
de solidaridad, pero las explosiones son potentes y breves"
P. En España las consecuencias del
15-M sí han llegado a la política. Han emergido con fuerza nuevos partidos.
R. El cambio de un partido por otro
partido no va a resolver el problema. El problema hoy no es que los partidos
sean los equivocados, sino que no controlan los instrumentos. Los problemas de
los españoles no están confinados al territorio español, sino al globo. La
presunción de que se puede resolver la situación desde dentro es errónea.
P. Usted analiza la crisis del Estado-nación.
¿Qué opina de las aspiraciones independentistas de Cataluña?
R. Pienso que seguimos en los
principios de Versalles, cuando se estableció el derecho de cada nación a la
autodeterminación. Pero eso hoy es una ficción porque no existen territorios homogéneos.
Hoy toda sociedad es una colección de diásporas. La gente se une a una sociedad
a la que es leal, y paga impuestos, pero al mismo tiempo no quieren rendir su
identidad. La conexión entre lo local y la identidad se ha roto. La situación
en Cataluña, como en Escocia o Lombardía, es una contradicción entre la
identidad tribal y la ciudadanía de un país. Ellos son europeos, pero no
quieren ir a Bruselas vía Madrid, sino desde Barcelona. La misma lógica está
emergiendo en casi todos los países. Seguimos en los principios
establecidos al final de la Primera Guerra Mundial, pero ha habido muchos
cambios en el mundo.
P. Las redes sociales han cambiado la
forma en que la gente protesta, o la exigencia de transparencia. Usted es
escéptico sobre ese “activismo de sofá” y subraya que
Internet también nos adormece con entretenimiento barato. En vez de un
instrumento revolucionario como las ven algunos, ¿las redes son el nuevo opio
del pueblo?
R. La cuestión de la identidad ha
sido transformada de algo que viene dado a una tarea: tú tienes que crear tu
propia comunidad. Pero no se crea una comunidad, la tienes o no; lo que las
redes sociales pueden crear es un sustituto. La diferencia entre la comunidad y
la red es que tú perteneces a la comunidad pero la red te pertenece a ti.
Puedes añadir amigos y puedes borrarlos, controlas a la gente con la que te
relacionadas. La gente se siente un poco mejor porque la soledad es la gran
amenaza en estos tiempos de individualización. Pero en las redes es tan fácil
añadir amigos o borrarlos que no necesitas habilidades sociales. Estas las
desarrollas cuando estás en la calle, o vas a tu centro de trabajo, y te
encuentras con gente con la que tienes que tener una interacción razonable. Ahí
tienes que enfrentarte a las dificultades, involucrarte en un diálogo. El papa
Francisco, que es un gran hombre, al ser elegido dio su primera entrevista a Eugenio Scalfari,
un periodista italiano que es un autoproclamado ateísta. Fue una señal: el
diálogo real no es hablar con gente que piensa lo mismo que tú. Las redes
sociales no enseñan a dialogar porque es tan fácil evitar la controversia…
Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus
horizontes, sino al contrario, para encerrarse en lo que llamo zonas de
confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde lo único que
ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy útiles, dan servicios
muy placenteros, pero son una trampa.
Estado de crisis. Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni. Traducción de
Albino Santos Mosquera. Paidós. Barcelona, 2016. 157 págs., 16,95 euros
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