Santiago Kovadloff:
"Veo mi presente: es
verosímil para mí pensar que mi vida termine.
Hoy, quizás mañana. No quiere
decir que esté dispuesto"
Foto: Rodrigo Mendoza
La sala en penumbras está atiborrada de libros. Si el visitante
entrecierra los ojos, aparecen con claridad palabras que nombran las obsesiones
del escritor: Camus, Borges, Cortázar,
Pessoa. Hay una fotografía apócrifa que reúne a maestros del humor: Groucho
Marx, Woody Allen, Chaplin, Quino y, junto a ellos, Freud. Hay lápices y
lapiceras ordenados con una paciencia obsesiva; un atril de madera en el que el
poeta escribe y corrige a mano y de pie; un disco con la grabación de El
extranjero hecha por Camus en 1954; un librito de Pascal Quignard
titulado El odio a la música.
En un
bellísimo salón contiguo hay más libros, muchos de ellos sobre pintura. No está
a la vista la colección de libros antiguos en el espléndido departamento donde
vive Santiago Kovadloff.
Es un edificio de fines de 1800 restaurado en 1922. Seis u ocho sillas
idénticas están dispuestas a la espera de sus ocupantes. "Esta tarde
leeremos la Biblia", dice. El ambiente es de una belleza austera; los
muebles y los objetos no llevan la huella obscena del dinero.
La conversación tiene la cordialidad del encuentro
entre dos personas que pudieron cultivar una amistad. Cada idea se asemeja a
una llama que alumbra la gruta en que los hombres se interrogan desde hace
miles de años. La escena tiene un ligero encanto teatral. Quizás acentúen esa
apariencia la quietud y el silencio, tan parecidos a los de la liturgia, o la
gravedad de la voz. Quizás, el peso de las palabras o el bello asombro y la
ligera inhibición que provocan cuando son dichas por un filósofo. O quizá sea
apenas la leve coquetería que a veces trae la vanidad.
-Empecemos por la biblioteca,
pues.
-Que contiene mi historia. Tengo libros del colegio
secundario, como una Historia de la literatura francesa. A veces me
animo a mirarla, tiene marcas que son los primeros indicios de mis lecturas:
Racine, Corneille, Montaigne. Yo había conocido Europa en 1960. No consigo
transmitir lo que fue descubrir el frío, el invierno, en diciembre; ver en
París a una mujer en un balcón mientras bosteza y cierra los postigos. La vida
cotidiana más que los grandes hechos. Esos vinieron después. De regreso en
Brasil, recogí las notas de viaje en lo que creía que era un libro; se llamaba La
constatación, estaba escrito en un portugués atravesado por el español.
Cuando lo terminé se lo di a mi padre para que lo leyera. Las semanas pasaban,
pero mi padre no me decía nada; yo estaba muy pendiente, tenía 17 años. Y un
día llegó con el libro editado. Había impreso 300 ejemplares. De ese libro
guardo un ejemplar. Hace poco escribí el borrador de un breve ensayo en el que
me preguntaba qué sería de mi biblioteca cuando yo no esté. Pensé en su
dispersión, en el desorden inevitable que va a tener lugar cuando deje de ser
mía. Los objetos, como los libros, también tienen secretos. Mirá este fragmento
de una baldosa de Lisboa. Hay tantas cosas que no recuerdo y que descubriría si
me diera una vuelta por mi biblioteca.
-¿Cuándo llegaste a Brasil?
-Llegué a San Pablo con 14 años. La empresa donde
trabajaba mi padre lo trasladó allí. Primero fuimos a Laboulaye, Córdoba. Una
experiencia extraordinaria. El campo. Tuve mi único caballo, una yeguita
alazana preciosa. Iba al colegio montado en ella. Llegamos el 12 de julio de
1957. Íbamos abrigados; saco, corbata. Sufrimos mucho. El idioma, el deseo de
volver. Un desarraigo muy doloroso. Descubrí la humillación de no saber un
idioma, entre los adolescentes, tenía compañeros implacables. ¿Y sabés qué me
salvó? El fútbol. Yo atajaba bien, necesitaban un arquero y no había que
hablar. Eso me dio cierta posibilidad de ser aceptado. Pero empecé a estudiar
el portugués con desesperación. Descubrí qué era ser extranjero. Había hecho
amigos, pero no teníamos una infancia en común ni recuerdos por compartir. Sólo
tenía a mi hermano. Él sigue viviendo en Brasil. En él la nostalgia es muy
intensa, y ni aun volviendo aquí encuentra lo que alguna vez dejó en Buenos
Aires.
-Llegaste a Brasil en su época
dorada.
-A fines de los 50, sí. Después vinieron la música
y la literatura, pero antes fue el fútbol. Iba al Estadio Pacaembú. Yo era de
Santos, Pelé jugaba allí. Era una fiesta indescriptible de talento y de humor.
En aquel entonces, las hinchadas se hacían oír no sólo a través del aliento
sino haciendo batucada en cajitas de fósforos, scatum, scatum, la cancha se
llenaba de ese sonido armonioso como sucedía en el carnaval. Después, la
música. Maysa Matarazzo, magnífica. El descubrimiento del samba brasileño de
los años 30. De a poco el castellano se me fue estropeando. Con papá y mamá lo
hablábamos, pero con mi hermano lo hacíamos en portugués. Había una urgencia de
hablar en portugués. Estudiaba en un colegio italiano, tenía amigos italianos,
pero yo ocurría en portugués. La literatura vino después. Jorge Amado,
Guimarães Rosa, Thiago de Mello, Vinicius, todos poetas a los que traduje y
reuní en un volumen. Pero lo verdaderamente extraordinario, en 1959, fue
descubrir Portugal. A Fernando Pessoa. Que llegó a Brasil en una edición de
Aguilar. Fue decisivo. Desde ese día la poesía fue imprescindible para mí.
-En el aprendizaje del portugués,
¿ocuparon un lugar la música y las chicas?
-Es posible. En Brasil tuve mis primeros amores y
mis primeros fracasos, fui muy eventual correspondido. En 1958, mis compañeras
tenían una libertad sexual que excedía en mucho la mía, eran muy sueltas. Yo
era más pudoroso que la mayoría de ellas. Te diría que aprendí mucho más de lo
que pude enseñar.
-¿La música era sólo el samba?
-No, más que eso. El chorinho, la música
nordestina, la sensualidad de instrumentos como el berimbau. El descubrimiento
del carnaval. Salir a la calle, y terminar bailando sobre las mesas con amigos.
Era de una intensidad y una soltura que yo supongo que en aquellos años no me
fue difícil adquirir. Pero siempre sentía que yo pertenecía a otro lado. En
1957 o 1958, cuando asomaba la bossa nova y mucho antes del tropicalismo que
traería Caetano, sentía un apego muy fuerte a la música clásica. Había sido
educado en ella en la casa de mis padres. Los grandes clásicos del Romanticismo
alemán, de Mozart en adelante. Y me gustaba muchísimo el folklore. Los
Fronterizos irrumpían en casa permanentemente, papá viajaba a Buenos Aires y
traía sus discos y los de Atahulapa Yupanqui; Mercedes Sosa aún no estaba
presente en casa. Los Fonterizos generaban en toda la familia una nostalgia de
la que no se hablaba. Después ocurrió la bossa nova. Teníamos un vecino en San
Pablo, Renato, un organista al que veíamos ensayar e íbamos a escuchar a
boîtes. Estaba muy en boga la literatura de Burroughs y Kerouac, que era muy
inspiradora en la ensoñación que uno tenía de ser un escritor. Renato, que nos
educó en la música brasileña, se ganaba la vida con su arte como yo iba a
ganármela con la escritura. Aún lo recuerdo: un hombre delgado, muy alto, con
anteojos oscuros, y un poco inaccesible como persona; cuando tocaba, sin
embargo, era diáfano.
-Conociste a Vinicius en Buenos
Aires.
-Llegó en el año 70, con María Creuza y Toquinho.
Yo preparaba mi primera antología de poesía brasileña, con textos de Mario de
Andrade, Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade y Vinicius. Con el dinero
que obtuve con ese libro contribuí a pagar el parto de mi hija Valeria. Me veo
corriendo enloquecido por la Plaza de los Dos Congresos, feliz de que iban a
nacer juntos mi primer libro y el primer hijo de mi hija mujer. Le llevé a
Vinicius sus poemas traducidos por mí. Me recibió en el hall del hotel, con su
vaso de whisky proverbial y su panza fenomenal. Si vieras la delicadeza con que
me hizo saber que me faltaba mucho para traducir bien. Me invitó a ir a oírlo
en La Fusa. Estaba con la muchacha de entonces, alguna de su interminable
colección personal. Tiene un poema hermoso que dice así: Que me desculpem as
feias, mas a beleza é fundamental...
-Entonces, Lisboa.
-Llego por primera vez en 1961. Con mi hermano. Era
la dictadura de Salazar, la ciudad estaba sumida en grandes silencios. Entramos
en la proa del barco recitando la Oda marítima de Pessoa como dos religiosos
poseídos. Sozinho, no cais deserto, a esta manha de verão... Portugal fue
esencialmente Pessoa. En la revista Crisis, que dirigía Eduardo Galeano, yo era
el responsable de la sección de literatura en lengua portuguesa. El día en que
llegué Galeano me dijo que íbamos a publicar un poema prohibido de Chico
Buarque, Cálice. Qué belleza.
-Hugo, tu hermano, reaparece una
y otra vez entre tus recuerdos.
-Nos encontramos muy tarde. Con los años nos
acercamos mucho. Es diseñador, gran fotógrafo, una celebridad en Brasil. Cuando
quedamos huérfanos, cuando sepultamos a nuestros padres, se potenció un
sentimiento de cercanía. Yo insisto en llamarlo mi hermano menor aunque le
llevo apenas 13 meses. Pero le exijo que sea mi hermano menor, seguramente
porque creo que no lo es.
-¿Tus padres murieron cerca en el
tiempo?
-Sí, muy ancianos los dos. Un matrimonio de toda la
vida. Es curioso: mis padres se han vuelto para mí mucho más enigmáticos de lo
que fueron, la familiaridad del trato hacía que la vida cotidiana generara una
cierta fluidez; hoy los miro en las fotografías y me pregunto cómo habrán sido
además de papá y mamá. Mamá nos hacía juguetes de tela con sus propias manos:
conejos, focas, ovejas. Papá estaba muy presente los fines de semana. Nos
llevaba a ver a Estudiantes. Un excelente lector; mamá leía mucho menos. Pero
papá insistía: siempre en la mesa de luz de ella había un libro que le había
regalado él. Antes de dormirme solía leerme la Biblia para niños. Tuve un
accidente a los 9 años, estuve en cama mucho tiempo: allí aprendí a leer.
Después, a mis 17, cuando me levantaba a escribir a las 5 de la mañana, papá
aparecía con un mate, sin hablar siquiera, y me lo dejaba ahí.
-Fútbol y libros. El atleta y el
poeta.
-Lo jugué hasta los 40 años. Con más convicción aún
cuando descubrí que Camus había jugado en el Racing Universitario de Argel.
-¿Cómo fue tu encuentro con
Sartre?
-En 1960 vino a Brasil, con Simone de Beauvoir. La
profesora de literatura me invitó a la conferencia de prensa; Sartre quería que
hubiese jóvenes. En eso entran los dos. Era la primera vez que yo veía a un
filósofo vivo. Era fenomenal el aspecto contrastante de los dos. Él muy feo y
bizco, hasta que hablaba, claro. Cuando hablaba era Rock Hudson. Ella era
bellísima, una mujer ya madura, discretísima, no aceptó preguntas. Sartre era
consultado como un oráculo. Qué es un filósofo, le pregunté cuando me tocó
hablar. Esto que ves, dijo, un tipo al que no le dejan hacer preguntas y
obligan a dar respuestas. Pero no olvides: un filósofo es un hombre que debe
hacer preguntas.
-¿Qué corrientes de la filosofía
te convocan especialmente?
Dos vertientes. En una está el pensamiento de
Heidegger; en la otra, el de Martin Buber y Emmanuel Lévinas. Heidegger
preserva ese estremecimiento que es la perplejidad de ser un testigo ante el
mundo; Buber y Lévinas, la emoción de descubrir al prójimo, al otro. La emoción
que está ausente en Heidegger y que en Sartre sólo es motivo de especulación.
-¿Por qué el poeta y filósofo se
aproxima a la política?
-En mí sobrevivió un trauma de la dictadura: el
horror al autoritarismo y a la censura. Cuando ese sentimiento de opresión se
vuelve intenso, necesito escribir sobre política. En 1978, tras el cierre de
Crisis, debí irme con mi mujer al Brasil. Nos escapamos. Cuando volvimos, un
poco locamente, le dije que si no escribía sobre lo que estaba sucediendo no
iba a poder escribir más. Por otra parte, muchos pensadores y filósofos se
acercaron a la política, Sartre y Camus, entre ellos.
-¿De qué lado estabas en la
discusión que mantuvieron Sartre yCamus?
-Del lado de Camus.
-¿Por qué?
-De tal modo estaba de su lado que el día en que
murió Camus, el 4 de enero de 1960, lloré por primera vez por un escritor. Su
obra fue extraordinaria. Si la ética es inconciliable con la política, es
inaceptable que la ética se someta a los intereses sectoriales de la política.
Camus tuvo esa postura. Sartre, no. Sartre fue capaz de mentir acerca de los
campos de concentración en Rusia, con argumentos que en ese entonces fueron muy
aceptados. Pero Camus prefirió el absurdo de esa tensión entre ética y política
a la presunción de que la ética debía someterse a la política, y eso a mí me
conmovió más.
-¿Hubo otros llantos?
-Sí, sí. [De pronto, llora. Un llanto casi mudo.
Cuando se desencadena es contenido con el pudor con que los hombres suelen
encubrir sus emociones.] Éste de ahora. De pronto me acordé del día en que
nació mi primer nieto. La emoción grande no fue él; fue mi hija. Verla
amamantar a mi nieto me inscribió en el tiempo mucho más que su nacimiento.
Creo que pude agradecérselo aunque fue, a la vez, muy doloroso. El título de
abuelo es el último. Tuve el de arquero, el de licenciado en Filosofía, el que
me concedió algún premio literario, el de papá, al fin. Pero el de papá es
victorioso; el de abuelo trae de alguna forma una derrota. Yo ya veo más claro
hacia adelante. Es razonable pensar que, al borde de los 72 años, el tiempo te
empieza a abandonar. Y está bien que así ocurra. Ojalá sea sin humillaciones.
Sin dramatismos, veo mi presente: es verosímil para mí que mi vida termine.
Hoy, quizás mañana. No quiere decir que estoy dispuesto. Siempre recuerdo la
partida de ajedrez que juegan la muerte y el noble en El séptimo sello, el film
de Bergman. En un momento, tratando de prolongar un poco la cosa, el noble le
da jaque mate a la muerte. La mira y la desafía: jaque mate. Y la muerte, sin
inmutarse, le responde: "No me digas".
MOMENTOS
La tradición judaica
"Mirá, éste fue el primer libro sobre judaísmo
que leí: el Manual de Historia Judía de Simon Dubnow", dice Santiago.
"Este libro viene de lejos: 1955. Yo no hice mi Bar Mitzvá. El judaísmo no
era significativo para mí, salvo por el antisemitismo del barrio. En Brasil,
cuando supe que era extranjero, me inscribí como judío en esa tradición de los
que estaban fuera de su país. En casa el judaísmo fue una presencia fuerte,
aunque mis padres no fueron religiosos. La vitalidad del judaísmo estaba en el
idish, que era el idioma que a veces oíamos a nuestras espaldas cuando no
querían que supiéramos de qué se estaba hablando. El judaísmo estaba apegado a
las festividades y a la comida. Mi padre tenía una biblioteca de judaísmo
importante. La suya era una tradición más consolidada desde el punto de vista
del conocimiento. Sus ancestros provenían de Odessa, eran gente perseguida y
maltratada por los pogromos. Me leía la Biblia para niños durante las noches.
Hoy, la existencia de Dios me interesa más como problema que como
solución."
BIO
Profesión: poeta y filósofo
Edad: 71 años
Poeta, ensayista, filósofo y traductor. Es autor,
entre otros, de los ensayos Lo irremediable y Los apremios del día; entre sus
libros de poemas, destacan El fondo de los días y Líneas de una mano. Tradujo a
grandes poetas en lengua portuguesa, de Vinicius a Fernando Pessoa.
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