El nuevo Gobierno ucranio haría bien en examinar las opciones para
federalizar el país, con el fin de otorgar más autonomía a la península de
Crimea.
Protesta en Nueva York contra la actuación de Rusia en Ucrania. / KENA BETANCUR (AFP)
Los augurios son pesimistas: el Parlamento de Crimea invadido por
pistoleros prorrusos; sus aeropuertos tomados por soldados vestidos de uniforme
ruso; y el avance de camiones y helicópteros militares también rusos. Da la
impresión de que nos encaminamos hacia una nueva Guerra de Crimea.
El rumbo que seguirá es previsible. Las tropas rusas, o más
probablemente sus representantes crimeas, llevarán a cabo un golpe de Estado
para defender los intereses de la mayoría de habla rusa en la península y
celebrarán un referéndum para obtener la autonomía de Ucrania. Tal vez volvería
a unirse a Rusia, pese a las protestas de sus habitantes tártaros y ucranios.
Después, el movimiento prorruso podría extenderse quizá al sureste de Ucrania,
cuyas industrias dependen casi por completo de Rusia. El resultado final:
pierde Ucrania, gana Rusia.
Era inevitable que Crimea fuera el centro de la reacción contra la
revolución ucrania. La península situada en el Mar Negro es la única región de
Ucrania que tiene una clara mayoría rusa. Los rusos de dentro y fuera de Crimea
llevan más de 20 años -desde que cayó la Unión Soviética- resentidos por tener
que someterse al gobierno de Kiev, una situación que es una espina en las
relaciones entre Ucrania y Rusia.
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El Tratado de Amistad y Cooperación entre los dos países -por el que
Rusia ocupa la base naval de Sebastopol, que alquila al gobierno ucraniano-
concede a los rusos tantos derechos a la hora de ejercer su poder militar en el
territorio vecino que muchos consideran que socava la independencia del país.
En 2008, los ucranios dijeron que no renovarían la concesión de la base cuando
expire, en 2017. Sin embargo, una gran subida del precio del gas hizo que
acabaran cediendo y, en 2010, prolongaron el alquiler de la base a la Marina
rusa hasta 2042. Quién sabe qué sucederá ahora.
Desde el punto de vista ruso, lo más irritante es que Crimea formó parte
de su país hasta 1954. Hace exactamente 60 años, el 27 de febrero de 1954,
Nikita Jruschov regaló la península como si tal cosa a Ucrania (después de 15
minutos de debate en el Presidio Supremo), en teoría para conmemorar el 300
aniversario del tratado de 1654 que unió Ucrania y Rusia.
En aquellos tiempos, la era de "la fraternidad de los
pueblos", dentro de la URRS no existían fronteras reales entre las
repúblicas soviéticas, cuyos territorios estaban diseñados en gran parte con
arreglo a criterios artificiales e incluso arbitrarios.
Pero la caída del imperio soviético revivió los sentimientos nacionales.
Los rusos de Ucrania sintieron que se habían quedado huérfanos con la ruptura
de los lazos que unían el país a Moscú, y se aferraron a Crimea como símbolo de
su resentimiento nacional.
Crimea tiene una importancia vital para los rusos. Según las crónicas
medievales, fue en Jersonesos -la antigua ciudad colonial griega en la costa
suroccidental de Crimea, junto a Sebastopol- donde en 988 recibió el bautismo
Vladimir, el Gran Príncipe de Kiev, un hecho que supuso la llegada del
cristianismo a la Rus de Kiev, el reino del que Rusia heredó su identidad
religiosa y nacional.
Después de que los turcos y las tribus tártaras gobernaran Crimea
durante 500 años, los rusos se anexionaron la península en 1783. Se convirtió
en la frontera que separaba a Rusia del mundo musulmán, la división religiosa
sobre la que creció el imperio ruso. A Catalina la Grande le gustaba emplear su
nombre griego, Táuride, más que el tártaro, Crimea (Krym). Decía que era el
vínculo entre Rusia y la civilización helénica de Bizancio. Repartió entre los
nobles rusos, para que construyeran sus grandiosos palacios, las tierras
montañosas de la costa sur, de una belleza equiparable a la de Amalfi; se
trataba de que aquellos edificios clásicos, jardines mediterráneos y viñedos
anunciaran una nueva civilización cristiana en el viejo territorio hereje.
Poco a poco se expulsó a la población tártara, que fue sustituida por
colonos rusos y otros cristianos orientales: griegos, armenios y búlgaros.
Antiguas ciudades tártaras como Bajchisarái perdieron importancia, y se
construyeron otras de nueva planta como Sebastopol, completamente en estilo
neoclásico. Las iglesias rusas reemplazaron a las mezquitas. Y se prestó enorme
atención al hallazgo de restos arqueológicos cristianos, ruinas bizantinas,
cuevas, ermitas y monasterios de ascetas, con el propósito de dejar claro que
Crimea era un lugar sagrado, la cuna del cristianismo ruso.
En el siglo XIX, la flota del Mar Negro fue un elemento fundamental del
poderío imperial de Rusia. Desde Sebastopol logró intimidar a los otomanos y
afianzar el dominio ruso de toda la región circundante, incluidos el Cáucaso y
los estrechos turcos para salir al Mediterráneo. El Reino Unido se alarmó.
Rusia parecía una amenaza contra sus intereses en Oriente Próximo (la ruta
hacia India). La rusofobia se disparó en Europa después de que las tropas del
Zar reprimieran la revuelta polaca en 1830 y la revolución húngara en 1848. La
prensa británica estaba deseando bajar los humos a los rusos. El emperador
recién elegido en Francia, Napoleón III, se mostró encantado de ayudar, en
venganza por la derrota ante los rusos en 1812.
Estos fueron los antecedentes de la Guerra de Crimea de 1854-1856, que
estalló cuando el zar Nicolás I se enredó en una complicada disputa con los
franceses por el acceso a los lugares sagrados de Tierra Santa y emprendió una
defensa de los súbditos ortodoxos del sultán en los Balcanes que acabó
yéndosele de las manos. Nicolás podría haber evitado el conflicto, pero creía
que Rusia tenía razón, y acusaba a las potencias occidentales de aplicar un
doble rasero, de intervenir en otros países cuando les convenía y criticar a
Rusia cuando lo hacía.
Los británicos y los franceses enviaron sus tropas a Crimea a destruir
la base naval. Hubo grandes errores militares, como la famosa Carga de la
Brigada Ligera, en la que 600 jinetes británicos cayeron machacados por la
artillería rusa en las colinas de Sebastopol. Pero los aliados estrecharon el
cerco y, durante 11 meses, los marinos rusos resistieron sitiados en la ciudad
--una batalla inmortalizada por Tolstoi en sus Relatos de Sebastopol--, hasta
que, al final, tuvieron que ceder la ciudad a las fuerzas aliadas, muy
superiores. Su heroico sacrificio se convirtió en un poderoso símbolo emotivo
de la resistencia rusa para la imaginación nacionalista.
Sebastopol sigue definiendo su carácter ruso de acuerdo con esa
mentalidad de sitio. Los recuerdos de la Guerra de Crimea agitan aún profundos
sentimientos de orgullo y resentimiento frente a Occidente. Aunque Rusia
terminó derrotada, siempre ha presentado la guerra como una victoria moral.
Nicolás I es uno de los héroes de Putin porque luchó por los intereses de Rusia
contra todas las grandes potencias. Su retrato está colgado en la antecámara
del despacho presidencial en el Kremlin.
Para evitar una nueva Guerra de Crimea, Putin tendrá que ejercer más
contención que su héroe zarista. Hay que tranquilizar las emociones
nacionalistas. Existen remedios políticos para resolver las profundas
divisiones en Ucrania. Si se logra mantener la paz hasta las elecciones del 25
de mayo, el nuevo gobierno ucraniano haría bien en examinar las opciones para
federalizar el país, con el fin de otorgar más autonomía a la península. Sin
embargo, con Yanukóvich diciendo que las elecciones son "ilegales",
hay una gran incertidumbre y, si cuenta con el respaldo de Rusia, pocas
esperanzas de que sea posible resolver esas divisiones por medios pacíficos.
Orlando Figes es autor de Crimea: La primera gran guerra (Edhasa).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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