La cumbre de Unasur de este miércoles podría ser una gran oportunidad
para oír la voz de Brasil, una voz continental.
LUIS
PRADOS/EL PAÍS
Cuentan que cuando, en los años setenta, el secretario de Estado
norteamericano, Henry Kissinger, visitó Brasilia, su homólogo, Antonio Azeredo
da Silveira, le enseñó con todo lujo de detalles el Ministerio de Exteriores
diseñado por Oscar Niemeyer. Y que cuando, poco después, Azeredo le preguntó
por sus impresiones, Kissinger respondió: “Es un edificio magnífico, Antonio;
ahora todo lo que necesitas es una política exterior”. Ha pasado mucho tiempo
desde entonces y mucho han cambiado las cosas para bien tanto en este país como
en Washington, pero Brasil sigue careciendo de una acción exterior articulada, definida
y reconocible.
Que la diplomacia brasileña sea por lo general tímida y en ocasiones
poco coherente no es inexplicable. Por geografía, historia e idioma, Brasil -
un continente en sí mismo - ha vivido de espaldas al resto de América Latina.
Hacia sus vecinos, como una suerte de Gulliver temido y enredado con hilos de
liliputienses; hacia Estados Unidos, con quien comparte mucho más de lo que se
cree, un gigante sin destino manifiesto.
El ex presidente Henrique Cardoso logró una gran compenetración, incluso
trabó amistad personal, con Bill Clinton, y se distanció de George W. Bush,
intelectualmente en sus antípodas. Su sucesor, Lula, no solo supo compartir
campechanía con el republicano sino que la llegada de Obama a la Casa Blanca
disparó los mejores augurios. Probablemente en 2009 los dos hombres fueran los
políticos con mayor carisma del planeta. Sin embargo, no hubo idilio sino una
ocasión perdida. La iniciativa de Lula de mediar en la crisis nuclear iraní
acabó con Obama suspendiendo una visita oficial a Brasil al año siguiente.
Igual que hizo Dilma Rousseff hace tan solo unos meses al descubrirse que era
espiada por su amigo del norte.
Al desencuentro de Brasil con EE UU, ha seguido su aislamiento en
América Latina, cada día más dividida entre los países del Atlántico, proclives
al proteccionismo (Mercosur), y los partidarios del libre comercio de la
Alianza del Pacífico (México, Colombia, Perú y Chile). Y donde aún quedan dos
grandes anomalías: la Cuba de los hermanos Castro y la Venezuela postchavista.
Dos anomalías ideológicas que pese a su represión política y fracaso económico
todavía calientan a muchos corazones de izquierda.
Si en Cuba, Brasil se ha sumado con decisión y en primera fila al coro
de países que toman posiciones ante lo que la cursilería periodística
franquista llamaba en vísperas de la muerte del dictador, “el fatal desenlace
biológico” de Fidel Castro y la subsiguiente transición política en la isla,
durante la actual crisis en Venezuela el Gobierno de Dilma Rousseff ha actuado
hasta el momento con una ambigüedad tan torpe como cómplice del régimen
chavista. Otra anomalía aún más incomprensible teniendo en cuenta su
comportamiento durante las protestas del pasado junio en Río de Janeiro y Sao
Paulo o cuando la propia presidenta vea durante su visita a Chile que el rostro
de las protestas estudiantiles en el país andino en 2011 es hoy una respetable
diputada.
La cumbre de Unasur de este miércoles podría ser una gran oportunidad
para oír la voz de Brasil, una voz continental, descargada de prejuicios
ideológicos, que distinga claramente y sin complejos que no coincidir con la
oposición no significa estar de acuerdo con la represión y que afirme que el
populismo autoritario no es la solución para la emancipación de los pueblos de
América. La cita de Chile no debería ser una nueva ocasión perdida sino un
momento para que el Gulliver del Sur demuestre que por fin tiene una política
exterior digna de tal nombre.
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