Majestuoso testimonio de un poder agostado

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miércoles, 12 de marzo de 2014

“Ahora solo les falta una política exterior”



La cumbre de Unasur de este miércoles podría ser una gran oportunidad para oír la voz de Brasil, una voz continental.



LUIS PRADOS/EL PAÍS 

Cuentan que cuando, en los años setenta, el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, visitó Brasilia, su homólogo, Antonio Azeredo da Silveira, le enseñó con todo lujo de detalles el Ministerio de Exteriores diseñado por Oscar Niemeyer. Y que cuando, poco después, Azeredo le preguntó por sus impresiones, Kissinger respondió: “Es un edificio magnífico, Antonio; ahora todo lo que necesitas es una política exterior”. Ha pasado mucho tiempo desde entonces y mucho han cambiado las cosas para bien tanto en este país como en Washington, pero Brasil sigue careciendo de una acción exterior articulada, definida y reconocible.
Que la diplomacia brasileña sea por lo general tímida y en ocasiones poco coherente no es inexplicable. Por geografía, historia e idioma, Brasil - un continente en sí mismo - ha vivido de espaldas al resto de América Latina. Hacia sus vecinos, como una suerte de Gulliver temido y enredado con hilos de liliputienses; hacia Estados Unidos, con quien comparte mucho más de lo que se cree, un gigante sin destino manifiesto.
El ex presidente Henrique Cardoso logró una gran compenetración, incluso trabó amistad personal, con Bill Clinton, y se distanció de George W. Bush, intelectualmente en sus antípodas. Su sucesor, Lula, no solo supo compartir campechanía con el republicano sino que la llegada de Obama a la Casa Blanca disparó los mejores augurios. Probablemente en 2009 los dos hombres fueran los políticos con mayor carisma del planeta. Sin embargo, no hubo idilio sino una ocasión perdida. La iniciativa de Lula de mediar en la crisis nuclear iraní acabó con Obama suspendiendo una visita oficial a Brasil al año siguiente. Igual que hizo Dilma Rousseff hace tan solo unos meses al descubrirse que era espiada por su amigo del norte.
Al desencuentro de Brasil con EE UU, ha seguido su aislamiento en América Latina, cada día más dividida entre los países del Atlántico, proclives al proteccionismo (Mercosur), y los partidarios del libre comercio de la Alianza del Pacífico (México, Colombia, Perú y Chile). Y donde aún quedan dos grandes anomalías: la Cuba de los hermanos Castro y la Venezuela postchavista. Dos anomalías ideológicas que pese a su represión política y fracaso económico todavía calientan a muchos corazones de izquierda.
Si en Cuba, Brasil se ha sumado con decisión y en primera fila al coro de países que toman posiciones ante lo que la cursilería periodística franquista llamaba en vísperas de la muerte del dictador, “el fatal desenlace biológico” de Fidel Castro y la subsiguiente transición política en la isla, durante la actual crisis en Venezuela el Gobierno de Dilma Rousseff ha actuado hasta el momento con una ambigüedad tan torpe como cómplice del régimen chavista. Otra anomalía aún más incomprensible teniendo en cuenta su comportamiento durante las protestas del pasado junio en Río de Janeiro y Sao Paulo o cuando la propia presidenta vea durante su visita a Chile que el rostro de las protestas estudiantiles en el país andino en 2011 es hoy una respetable diputada.
La cumbre de Unasur de este miércoles podría ser una gran oportunidad para oír la voz de Brasil, una voz continental, descargada de prejuicios ideológicos, que distinga claramente y sin complejos que no coincidir con la oposición no significa estar de acuerdo con la represión y que afirme que el populismo autoritario no es la solución para la emancipación de los pueblos de América. La cita de Chile no debería ser una nueva ocasión perdida sino un momento para que el Gulliver del Sur demuestre que por fin tiene una política exterior digna de tal nombre. 

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