El comportamiento de
Washington no ha sido un obstáculo para las transformaciones revolucionarias,
pero debe impulsar el respeto a los valores humanitarios y democráticos por los
nuevos regímenes.
Uno de los aspectos más
importantes de la primavera árabe es la redefinición de los principios
que hasta ahora dominaban la política exterior estadounidense. Estados Unidos,
al mismo tiempo que está retirando su ejército de Irak y Afganistán, unas
campañas iniciadas por razones —controvertidas— de seguridad nacional, está
empezando a tener una presencia en otros Estados de la región (aunque de forma
incierta) en forma de intervenciones humanitarias. ¿La reconstrucción
democrática va a sustituir a los intereses nacionales como estrella polar de la
política norteamericana en Oriente Próximo? ¿Esa reconstrucción democrática es
lo que representa verdaderamente la primavera árabe? ¿Con qué criterios?
El consenso que está
implantándose es que Estados Unidos tiene la obligación moral de alinearse con
los movimientos revolucionarios en Oriente Próximo como una especie de
compensación por sus políticas durante la guerra fría (invariablemente
calificadas de “equivocadas”), que le hicieron cooperar con Gobiernos no
democráticos de la región por motivos de seguridad. Después, se dice, el apoyo
ofrecido a Gobiernos frágiles en aras de la estabilidad internacional engendró,
a la larga, inestabilidad. Aun reconociendo que algunas de las políticas de
aquel periodo se prolongaron cuando ya habían dejado de ser útiles, la
estructura de la guerra fría duró 30 años y dio pie a transformaciones
estratégicas decisivas, como el hecho de que Egipto abandonase su alianza con la Unión Soviética y
la firma de los acuerdos de Camp David. El modelo que está surgiendo hoy, si no
logra establecer una relación apropiada con sus objetivos teóricos, corre el
peligro de ser intrínsecamente inestable desde el primer momento, y eso enterraría
los valores que dice defender.
Se habla de la primavera
árabe como una
revolución regional, encabezada por los jóvenes, en favor de los principios
democráticos liberales. Pero no son esas fuerzas las que gobiernan Libia, que
casi ha dejado de ser un Estado; tampoco Egipto, cuya mayoría electoral (quizá
permanente) es abrumadoramente islamista; ni parece que los demócratas sean la
fuerza predominante en la oposición siria. La postura de la Liga Árabe a propósito de
Siria no la marcan países que se hayan distinguido hasta ahora por la práctica
ni la defensa de la democracia, sino que refleja, en gran parte, el milenario
conflicto entre chiíes y suníes y el intento por parte de estos últimos de
recuperar el poder en manos de una minoría chií. Esa es precisamente la razón
de que tantos grupos minoritarios —drusos, kurdos, cristianos— miren con
preocupación un cambio de régimen en el país.
La confluencia de
numerosos grupos que tienen distintos agravios y coinciden en eslóganes
generales no es todavía un resultado democrático. La victoria implica la
necesidad de destilar una evolución democrática y establecer un nuevo foco de
autoridad. Cuanto más se destruya el orden existente, más difícil resultará
establecer una autoridad nacional y más probable será el recurso a la fuerza o
la imposición de una ideología universal. Y, cuanto más se fragmente la
sociedad, mayor será la tentación de alimentar la unidad mediante llamamientos
a una visión nacionalista e islamista en contra de los valores y los objetivos
sociales de Occidente.
El derrocamiento de la
estructura actual es una forma de garantizar un proceso abrasador. Debemos
tener mucho cuidado porque, en esta época en la que cada vez tenemos menor
capacidad de concentración, las revoluciones se convierten, para el mundo
exterior, en una experiencia pasajera en internet, que se observa con
intensidad durante unos momentos y luego se olvida, cuando se considera que ya
ha pasado lo principal. Las revoluciones hay que juzgarlas por su meta, no por
su origen; por su resultado, no por sus proclamaciones.
Las
revoluciones hay que juzgarlas por su meta, no por su origen; por su resultado,
no por sus proclamaciones
Las preocupaciones
humanitarias no eliminan la necesidad de relacionar los intereses nacionales
con un concepto de orden mundial. Para Estados Unidos, una doctrina de
intervención humanitaria general en las revoluciones de Oriente Próximo será
algo insostenible si no va unida a un concepto de seguridad nacional. La
intervención debe tener en cuenta la importancia estratégica y la cohesión
social de un país (incluida la posibilidad de fracturar su compleja composición
confesional) y evaluar qué es verosímil que se pueda construir en lugar del
viejo régimen.
La opinión pública
estadounidense ya ha mostrado su rechazo a la dimensión de los esfuerzos
sucesivos para transformar Vietnam, Irak y Afganistán. ¿Alguien cree que una
intervención con unos objetivos estratégicos menos explícitos y que no alegue
los intereses nacionales estadounidenses va a conseguir hacer menos complicada
una campaña de construcción nacional? ¿Tenemos alguna preferencia sobre los
grupos que deben obtener el poder? ¿O somos agnósticos siempre que los
mecanismos sean electorales? En tal caso, ¿cómo evitamos el peligro de fomentar
un nuevo absolutismo cuya legitimidad nazca de unos plebiscitos controlados?
¿Qué resultados son compatibles con los intereses estratégicos fundamentales de
Estados Unidos en la región? ¿Será posible compaginar la retirada estratégica
de unos países clave y la reducción del gasto militar con las doctrinas de
intervención humanitaria universal? Estos aspectos han estado muy ausentes del
debate sobre la política de Estados Unidos respecto a la Primavera Árabe.
Si la primavera
árabe va a ampliar
las libertades individuales o si va a sustituir el autoritarismo feudal por un
nuevo periodo de poder absoluto basado en elecciones manipuladas y mayorías
sectarias permanentes es algo que no se va a saber por las primeras
proclamaciones de los revolucionarios. Las fuerzas políticas fundamentalistas
tradicionales, fortalecidas por su alianza con los revolucionarios radicales,
amenazan con dominar el proceso, mientras que los elementos de redes sociales
que tanto influyeron al principio están quedándose al margen.
Estados Unidos debe alentar
las aspiraciones regionales de cambio político. Pero no es prudente buscar
resultados equivalentes en todos los países ni exigirles el mismo ritmo. Un
asesoramiento discreto puede defender los valores estadounidenses tan bien o
mejor que las proclamaciones públicas, que seguramente suscitan sentimientos de
asedio. Adaptar la postura de Estados Unidos al caso concreto de cada país y a
otros factores relevantes, como la seguridad nacional, no es abandonar los
principios; es la esencia de una política exterior creativa.
Estados
Unidos debe estar preparado para dialogar con Gobiernos islamistas elegidos
democráticamente
Durante más de medio
siglo, la política estadounidense en Oriente Próximo se ha regido por varios
objetivos de seguridad: impedir que hubiera una potencia hegemónica en la zona;
asegurar la libre circulación de los recursos energéticos, todavía esenciales
para el funcionamiento de la economía mundial; e intentar mediar en una paz
duradera entre Israel y sus vecinos, incluido un acuerdo con los árabes
palestinos. En la última década, Israel se ha convertido en el principal
obstáculo para alcanzar estos tres objetivos. Estos intereses no han quedado
anulados por la primavera árabe, sino que su ejecución se
ha vuelto más urgente. Un proceso que termine con Gobiernos regionales
demasiado débiles o demasiado antioccidentales para permitir esas metas y en el
que la colaboración norteamericana no sea bien recibida debe tener en cuenta
nuestros intereses estratégicos, independientemente de los mecanismos
electorales que faciliten la llegada de esos Gobiernos al poder. Dentro de esos
límites generales, Estados Unidos tiene suficiente margen para la creatividad a
la hora de promover los valores humanitarios y democráticos.
Estados Unidos debe
estar preparado para dialogar con Gobiernos islamistas elegidos
democráticamente. Pero también tiene la libertad de defender un principio
normal de la política exterior tradicional, que es el de condicionar su
posición a la coincidencia de sus intereses con las acciones del Gobierno en
cuestión.
Hasta ahora, el
comportamiento de Estados Unidos durante las revueltas árabes le ha permitido
no ser un obstáculo para las transformaciones revolucionarias. No es poca cosa.
Pero no es más que un elemento más de una estrategia eficaz. A la hora de la
verdad, la política de Estados Unidos se valorará también cuando se vea si el
resultado final de laprimavera árabe hace que los Estados reformados sean
más responsables respecto a las instituciones humanitarias y del orden
internacional.
Henry A. Kissinger es exsecretario de Estado norteamericano.
© 2012 TRIBUNE MEDIA
SERVICES, INC.
Traducción de María
Luisa Rodríguez Tapia
No hay comentarios:
Publicar un comentario