EDITORIAL/EL PAÍS
El euro se enfrenta al riesgo de ruptura mientras Berlín y París discrepan sobre la unión fiscal.
El euro atraviesa por una fase de peligrosa incertidumbre que no excluye su reforma o desaparición. Por primera vez en la historia de la moneda única existe una probabilidad de quiebra del sistema, por pequeña que sea, y la inquietud empieza a adueñarse de empresas y bancos. El hecho de que estén preparando sus propias pruebas de resistencia para medir el impacto de subidas de tipos derivadas de la suspensión de pagos de uno o varios de los países afectados por la crisis o consideren la posibilidad de una división del área euro demuestra el grado de deterioro europeo (causa principal, no lo olvidemos, del estancamiento económico mundial, como recuerdan con insistencia Barack Obama y Timothy Geithner). No hay más remedio que dar la razón al comisario Olli Rehn cuando dice que los próximos 10 días, antes de la cumbre europea, son cruciales para la suerte de la moneda europea.
En el origen de esta confusión catastrófica hay que mencionar sobre todo factores políticos, como la incapacidad de los poderes fácticos europeos (Francia y Alemania) para resolver las crisis griega e italiana, la negativa de Berlín a aceptar un futuro Tesoro único para el euro que respalde a sus países miembros y, como consecuencia de estos fracasos, la huida hacia adelante que parecen sugerir los caóticos mensajes procedentes de Alemania y Francia sobre los nuevos criterios de estabilidad del euro, que, según algunas versiones, implicarían la fragmentación de la eurozona en países de primera y segunda.
Es evidente que Merkel y Sarkozy intentan pactar nuevas condiciones de estabilidad para el euro; y es más evidente todavía que, si bien a ambos les interesa un nuevo marco de estabilidad, discrepan sobre la necesidad de una intervención inmediata para aliviar la presión de la deuda. Los términos de ese acuerdo, con alcance para toda la zona, que se supone favorecerán la intervención de la Comisión en los presupuestos nacionales, no se conocerán hasta el 9 de diciembre. Hasta entonces se mantiene la inquietud sobre si esas nuevas exigencias implicarán además segregar la zona euro en dos velocidades.
La ruptura de la eurozona puede producirse por causas diferentes de la tentación de Francia y Alemania de constituir dos euros, el rico y el pobre. También puede perecer víctima de las incertidumbres artificiales sembradas por París y Berlín, que quizá se expliquen como táctica para sembrar el pánico en los recalcitrantes países periféricos y forzarles a una aceptación acrítica de la "nueva arquitectura financiera europea". Pero el riesgo máximo es el fracaso perpetuo de las instituciones europeas para poner en pie sus decisiones.
El eurogrupo del martes prueba otra vez esa incapacidad para acomodar las decisiones al ritmo de la crisis. No solo frustró las expectativas de crear un Fondo de Estabilidad Financiera con potencia suficiente para enfrentarse a las tormentas de la deuda (el billón de euros ya se ha rebajado cautelosamente por debajo de esa cantidad y las condiciones siguen sin conocerse), sino que ya se apela al Fondo Monetario Internacional (FMI) para ayudar a las economías con problemas de deuda y, de nuevo, se incurre en el viejo error de no precisar cómo se articulará esa solución. La sospecha es que la terquedad de Berlín obligará a Europa a dar el rodeo más largo del mundo: en lugar de crear eurobonos, algo execrable para el rigorismo prusiano, hasta es posible que el BCE preste al FMI para que el Fondo opere en Europa.
Mientras, los bancos centrales tienen que parchear las fugas abiertas por la crisis de las deudas nacionales. Ayer intervinieron conjuntamente la Fed , el BCE, y los bancos de Japón, Reino Unido, Suiza y Canadá para facilitar la liquidez en dólares. Remedios circunstanciales para compensar el terrible déficit político europeo que está llevando al euro a una crisis vital.
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