¿Cuáles son los caminos que deben recorrerse para lograr transformar una realidad dada en otra mejor? Vale para esto cualquier ejemplo, como la sanación de un resfrío, que deje de pasar la humedad dentro de una casa, que dos pueblos separados por un río puedan integrarse a través de un puente, o que pueda generarse una red con todas las computadoras del mundo y eso permita un flujo de información sin precedentes. Sin dudas, la necesidad y el deseo son los principales impulsores para que algo cambie y que ello redunde en una vida mejor de uno y de su entorno. Pero existe una cuestión más compleja y, quizá, más enriquecedora para analizar esa transformación que va del impulso inicial a la solución: el modo para lograrla.
La ciencia constituye una de las principales cualidades que definen al ser humano.
A menudo se la realza por el logro de resultados sorprendentes (nuevos medicamentos, viajes espaciales, computadoras sofisticadas, etc.), pero son sus métodos los que conforman una herramienta verdaderamente distintiva. El método científico es una manera de preguntar y responder a partir de algunos pasos necesarios: formular la cuestión; revisar lo investigado previamente; elaborar una nueva hipótesis; probar la hipótesis por medio de experimentos; analizar los datos y llegar a una conclusión; y, por último, comunicar los resultados.
La ciencia permite que las personas y las sociedades puedan vivir mejor. A veces olvidamos cómo las innovaciones científicas han transformado nuestras vidas. En general, vivimos más que nuestros predecesores, tenemos acceso a una gran variedad de alimentos y otros bienes, podemos viajar con facilidad y rapidez por todo el mundo, disponemos de una gran diversidad de aparatos electrónicos diseñados para el trabajo y el placer. Los seres humanos, a nivel personal, familiar y social, tendemos a crear condiciones para que los vaivenes del contexto no nos sacudan a punto de secarnos en las sequías e inundarnos en las tormentas. Pero modificar de cuajo los fenómenos naturales o sociales globales se vuelve una empresa sumamente dificultosa (por no decir imposible, sólo propagado por consignas voluntaristas, mágicas o de proselitismo cínico). La sabiduría, más bien, está en saber qué se hace con esa realidad: poder cubrirse del temporal, modificar el curso de los ríos, atemperar los malos resultados. Y la clave, en todos los casos, es saber mirar más allá, como el ajedrecista que piensa en la actual jugada pero en función de las futuras. En la neurología, conocemos una patología de pacientes frontales que tienen miopía del futuro: sólo piensan en lo inmediato y se les hace imposible pensar el largo plazo. Estos pacientes optan por beneficios presentes, a pesar de que esto signifique mayores pérdidas en el futuro. No son capaces de resistir la tentación inmediata para beneficiarse en el largo plazo.
Estas acciones, sin dudas, les impiden el desarrollo y por eso desean tratarse. Por el contrario de esta patología, la ciencia sí permite imaginar, proyectar y lograr el desarrollo y, por ende, la integración y la inclusión. El desarrollo sólo se construye sobre cimientos sólidos y sustentables y éstos son esenciales para lograr una sociedad de todos.
Una de las críticas apresuradas que se le hace a la labor científica es su carácter tecnocrático, reduccionista, gélido o deshumanizado. Estos adjetivos le endilgan el desvalor de la propuesta sosa, desapasionada, negadora de la "épica del corazón". Muy opuesto a estas consideraciones, todo desafío científico busca la evidencia cargando con una inmensa impronta de pasión.
No existe una investigación ni un descubrimiento científico que no parta de un portentoso motor alimentado por las ganas, por el amor por lo que se hace y por lo que se intenta lograr, por la fuerza, el entusiasmo y el sacrificio.
Es decir, todas virtudes muy humanas, sumadas al usufructo de la inteligencia que permite entender y poner en marcha aquellos mecanismos necesarios para lograr la transformación.
Asimismo, hoy la ciencia se desenvuelve a partir de trabajos mancomunados e interdisciplinarios. El desarrollo científico es un trabajo de equipo y no de arrebatos personales y personalistas, con colectivos conformados por disímiles ideas y saberes que se confrontan para llegar a una conclusión aceptada y aceptable. Una tradición aclamada en la historia y la sociología de la ciencia pone de relieve el papel del genio individual en los descubrimientos científicos. Esta tradición se centra en guiar a las contribuciones de los autores solitarios, como Newton y Einstein, y puede ser vista en términos generales como una tendencia a equiparar las grandes ideas con nombres particulares, como el principio de incertidumbre de Heisenberg, la geometría euclidiana, el equilibrio de Nash y la ética kantiana. Varios estudios, sin embargo, han explorado un aparente cambio en la ciencia de este modelo de base individual de los avances científicos a un modelo de trabajo en equipo. Un estudio publicado en la prestigiosa revista Science que relevó casi 20 millones de artículos científicos y 2,1 millones de patentes en las últimas cinco décadas demostró que los equipos predominan sobre autores solitarios en la producción de conocimiento con alto impacto. Esto se aplica para las ciencias naturales y la ingeniería, las ciencias sociales, artes y humanidades, lo que sugiere que el proceso de creación de conocimiento ha cambiado. Sorprendentemente, este estudio encontró una tendencia igualmente fuerte hacia el trabajo en equipo en las ciencias sociales, ciencias naturales e ingeniería (de un 17,5% en 1955 a un 51,5% en 2000). Esto significa que se ha producido un cambio sustancial que liga la tarea de investigación a la labor colectiva. Del mismo modo, la extensión de los equipos ha ido creciendo hasta llegar a casi el doble en 45 años (de 1,9 a 3,5 autores por artículo).
Otra de las claves del desarrollo científico es que ningún trabajo se realiza haciendo tábula rasa con las tareas previas; más bien se parte de éstas, potenciando sus aciertos y corrigiendo sus errores, lo que permite arribar a las nuevas conclusiones de forma más satisfactoria. "El conocimiento previo, correcto y verdadero", expresó Bernardo Houssay en 1942, "es la base indispensable de toda acción humana acertada y benéfica. La ignorancia y el error son nuestros peores enemigos, porque nos llevan a la miseria, el sufrimiento y la enfermedad, mientras que los descubrimientos científicos han hecho y harán que la vida sea cada vez más larga, más sana y más agradable, liberando al hombre de la esclavitud y del trabajo pesado, de las epidemias pestilenciales y mejorando enormemente a la salud y el bienestar."
Otro elemento central para el desenvolvimiento de cualquier investigación científica tiene que ver con el valor del mérito (la idoneidad, como lo nombra la Constitución Nacional ). El mérito es aquello que determina quiénes llevan adelante cada acción; es decir, aquellos que lo merecen, por talento y por esfuerzo, son los indicados para que el resto de la sociedad coloque en sus manos la tarea. Asimismo, la valoración del mérito genera un contagio, una promoción al mérito de los otros, al estudio, a la capacitación, a la prueba, al reconocimiento. Esto no significa, ni mucho menos, que exista una vara homogénea para medir la capacidad de las personas. Es más, los criterios de inteligencia que se determinan por coeficientes estrictos ya están, por suerte, dejándose de lado. Ser inteligente es tener flexibilidad para mirar un problema y ver ahí una posibilidad nueva, una salida antes no pensada para enfrentarlo. Es importante remarcar que la ciencia no cuenta hoy con herramientas para medir la inteligencia en toda su extensión y complejidad. ¿Cómo asignar un coeficiente al humor, a la ironía y, aún más, a la diversificada y plástica capacidad del ser humano para responder de manera creativa a los desafíos que la sociedad y la naturaleza le plantean? Hoy existe la noción de que la inteligencia incluye habilidades en el campo de lo emocional, de las motivaciones, de la capacidad para relacionarnos con otras personas en situaciones complejas y diversas. El consenso es que estas habilidades, que antes no se consideraban parte de la inteligencia, potenciarían el desarrollo intelectual al cooperar en la tarea diaria de enfrentar situaciones complejas y encontrar soluciones novedosas. Lo central es que cada cual explote sus capacidades, sean las que sean, al máximo. "Lo más triste que hay en la vida es el talento derrochado", repetía como máxima una película de iniciación que dirigió Robert de Niro hace unos años. La chambonada es justamente lo contrario de lo que estamos tratando: el derroche de talentos y el desprecio de las oportunidades.
A la ciencia no le queda bien cualquier puerto, por eso elige atravesar las aguas sabiendo que puede haber turbulencias o vientos calmos, tempestades o jornadas enteras de gracia.
No se recuesta siempre donde va la ola. Si la ciencia hubiese sido para los que sólo navegan adonde lleva la corriente, enarbolando la bandera de lo que prescribe el corto destino de la moda o los laureles de la comodidad, todavía el mundo deambularía sin curar con penicilina, ni recorrer largos caminos con automóviles, ni hacer luz con energía eléctrica.
El pensamiento científico es un rasgo que nos hace más humanos. Y aunque no es el único método, logra servir de modelo para el desenvolvimiento personal y social en campos que están más allá del estrictamente científico. La ciencia puede establecerse así como una extraordinaria y contundente metáfora, capaz de formular las preguntas y elaborar las respuestas sobre grandes desafíos como el bienestar de nuestras pequeñas comunidades o la construcción permanente de una nación integrada, igualitaria y desarrollada.
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