Por TOMÁS ABRAHAM
La Plaza de la República, en París, colmada de manifestantes. / AFP
Matar a caricaturistas y periodistas
más allá de un crimen, es síntoma de un problema. Lo mismo sucedió con las
amenazas a Salman Rushdie y otros sucesos semejantes. Las personas de buena
voluntad condenan el atentado y se muestran solidarios con todos aquellos que
defienden la libertad de prensa. Pero al mismo tiempo se escucha un llamado de
atención. Nos dicen que matar por delito de opinión es una barbaridad, pero que
habría que tomar en cuenta la sensibilidad de aquellos que profesan una fe
religiosa, respetar las creencias de otros y no provocar reacciones violentas.
El peligro es doble. Por un lado la acción de grupos terroristas que
matan gente indefensa, y por el otro el llamado a la precaución de quienes
piden sentido común, mesura, y prudencia cuando de creencias religiosas se
trata.
Esto último es lo más peligroso porque es obvio que nadie –salvo las
bandas de vengadores y otros que piden castigos ejemplares a troche y moche– ha
de apoyar matanzas como las perpetradas contra la redacción de Charlie Hebdo.
¿Por qué prudencia? ¿De qué respeto se trata? Desde que se inventó la religión,
desde que la palabra del dios del monoteísmo aterrizó en nuestro planeta, al
lado de la zona sacra hay un descampado en donde merodean la risa y los
herejes, los disidentes, los sarcásticos, los satíricos, el mundo de la risa.
Sin risa no hay libertad. Sin burla no hay libertad, sin sacrilegio ni
hay libertad ni Dios, salvo que sea un dios castrador. Las divinidades que
prohíben y amenazan nunca lo hacen por contacto directo. Es la casta sacerdotal
la que impone la política del terror. Los filósofos lo saben, lo sabía Spinoza
y también Nietzsche, como Voltaire, Rousseau, y Giordano Bruno, para mencionar
pensadores al azar.
Sin el humor de Aristófanes, de Rabelais, Shakespeare, Cervantes, de
Landrú, de Copi, de los miles de librepensadores, que saben que lo intocable e
inabordable es justamente lo que se debe tocar y abordar, sin la risa que
Baudelaire califica de satánica, o sea esencialmente humana, los hombres
vivirían para siempre en el infierno de la gravedad y de la culpa. Es decir con
odio.
La figura del bufón le permite al rey ser un poco más sabio. Aquel que
mata a su bufón se transforma en un necio paranoico que odia a quien le muestra
la fragilidad de su poder. El renacimiento religioso que estamos viviendo, este
supuesto retorno de Dios en todas las iglesias monoteístas, ha dado lugar a
clamores de guerra santa y a un sectarismo que se considera moralmente
correcto. Se ha puesto de moda ser ortodoxo. Ya es una banalidad decir que el
mundo heredado de la Ilustración está en decadencia, y se da la bienvenida a
los ritos de la raza, de la fe y de la nación. Una vez más el cosmopolitismo es
una mala palabra y el mestizaje una realidad indeseada.
Creer en una trascendencia no es algo malo, ni siquiera es bueno, en
todo caso puede ser una necesidad, o una consolación, o una búsqueda. Pero nada
tiene que ver con el poder corporativo de las iglesias y de los custodios de la
interpretación de biblias escritas por humanos, muchas veces anónimos, la más
de las veces, que han sido sacralizadas como palabras divinas.
Matar en nombre del Islam es un emblema de una nueva cruzada de las que
hemos conocido en la historia de la humanidad. Las guerras religiosas entre
cristianos del siglo XVII en Europa diezmaron a la tercera parte de su
población. ¿Pero se trata de guerras religiosas lo que vemos acontecer en el
escenario mundial? ¿Lo que sucede en Irak, Irán, Afghanistán, Siria, Gaza,
manifiesta un deseo de conquista por la fe?
Es imposible pensar en lo que ocurre en Medio Oriente y sus secuelas en
países europeos, o lo que pasó en nuestro país en 1992 y 1994, sin preguntarnos
sobre la responsabilidad de Occidente en el proceso histórico y en la herencia
que recibieron los países de los que proviene el estallido de la violencia.
La invasión a Irak ordenada por George W. Bush pertenece a los crímenes
de lesa humanidad. Masacre de civiles justificada por una mentira que ni
siquiera fue explicada ni produjo arrepentimiento alguno. Se invadió, y se
volteó a un tirano para que proliferen cientos de tiranos asesinos financiados
por dios sabe quién. Las juventudes de Egipto, Palestina, Siria, Irak, odian a
Occidente, no a su cultura que también consumen, sino a su fuego, a su dinero,
que corrompe, a sus corporaciones voraces que no se detienen ante nada ni
nadie, a su sostén de oligarquías. Pero hoy la guerra, además, es un negocio.
Mercenarios de todas partes del mundo son parte de la legión de nuevos
“condottieri” que actúan sin mando unificado y se multiplican por
fraccionamiento.
La sangre fría de asesinos que mata periodistas o niños en una escuela
es el reverso de otros niños y mujeres bajo escombros en ciudades árabes.
¿Quién y cómo parará esta matanza? ¿Quién la comenzó? No se trata de “contextos”
como dicen quienes siempre justifican cierta sangre derramada, sino de evitar
respuestas del mismo calibre.
Aquellos que piden mesura, no provocar odios, tragarse la risa, medir
reacciones y sopesar consecuencias, lo que piden es resignación ante el terror.
Mejor sería confesar que hay que callarse, borrar dibujos, tragarse las
palabras, porque nos morimos de miedo. Pero usar el sentido común, la supuesta
moderación, y hablar en nombre de la tolerancia y el respeto, para evitar
muertos, no es sólo hipócrita sino malsano. Degrada a la humanidad y a nuestra
capacidad de creación y curiosidad, sin las cuales seríamos gendarmes del alma.
Ni bajar el tono ni responder con bombas ni pedir la pena de muerte.
Concluir que vivimos en estado de guerra entre fanáticos y mercenarios
musulmanes y occidentales virginales, es perpetuar la situación. Afirmar que
todo se debe a la desigualdad económica, es demagogia costumbrista.
A nosotros que nos gusta tanto hablar de tolerancia, deseamos imaginar
que en nuestro país una caricatura que muestre al Papa Francisco en paños
menores, o en una fiesta orgiástica, no provocaría una respuesta asesina como
en París. Como tampoco una escultura de León Ferrari con su Cristo atado a un
avión de guerra debería suscitar un escándalo mayúsculo. ¿Y Sábat?
En nuestra condición de ciudadanos de
una república en la que todas las religiones son aceptadas, y en la que el
ateísmo y el agnosticismo, son posiciones ante la vida que no van en desmedro
de ser buenos padres, buenos amigos, buenos ciudadanos y sensibles al dolor del
prójimo. Pero no todo es religión. Lo sacro también es terrestre y tiene sus
comisarios políticos y sus legitimadores intelectuales. En un país como el
nuestro también deberíamos poder reírnos, caricaturizar, y criticar sin miedo a
Bergoglio, a Evita, Néstor Kirchner, al Ché, San Martín, a Cristina Fernández y
al Gauchito Gil. Si no lo hacemos con frecuencia, es porque, de alguna manera,
no se nos ocurrió. O porque no nos atrevemos.
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