Algún líder europeo
tiene que oponerse de forma decidida a las políticas de austeridad.
François Hollande, presidente de Francia desde 2012, podría haber
aspirado a mucho. Lo eligieron porque prometió alejar al país de las políticas
de austeridad que destruyeron la breve e insuficiente recuperación económica de
Europa. Dado que la justificación intelectual de estas políticas era débil y
pronto se vendría abajo, él podría haber liderado un bloque de naciones que
exigiesen un cambio de rumbo. Pero no ha sido así. Una vez en el cargo,
Hollande se doblegó rápidamente y cedió por completo a las exigencias de una
austeridad aún mayor.
Sin embargo, no se debe afirmar que no tenga ningún carácter. Esta
semana ha tomado medidas decisivas, pero desgraciadamente no sobre política
económica, a pesar de que las desastrosas consecuencias de la austeridad
europea se vuelven más palpables con cada mes que pasa, y hasta Mario Draghi,
el presidente del Banco Central Europeo (BCE), está pidiendo un cambio de rumbo.
No, toda la fuerza de Hollande se ha centrado en purgar su Gobierno de aquellos
que se han atrevido a cuestionar su sumisión a Berlín y Bruselas.
Es un espectáculo extraordinario. Pero para poder apreciarlo del todo
hay que comprender dos cosas. La primera, que Europa, en su conjunto, tiene
graves problemas. La segunda, que a pesar de ello, en medio de ese desastre
generalizado, a Francia le está yendo mucho mejor de lo que podríamos pensar a
juzgar por la prensa. Francia no es Grecia; ni siquiera es Italia. Pero se está
dejando intimidar como si fuera un caso perdido.
En cuanto a Europa: al igual que Estados Unidos, la eurozona —los 18
países que tienen el euro como moneda común— empezó a recuperarse de la crisis
financiera de 2008 a mediados de 2009. Pero tras el estallido de una crisis de
deuda en 2010, algunos países europeos se vieron obligados, como condición para
conseguir préstamos, a recortar drásticamente el gasto público y subirles los
impuestos a las familias trabajadoras. Mientras tanto, Alemania y otros países
acreedores no hicieron nada para compensar la tensión bajista, y el BCE, a
diferencia de la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra, no adoptó medidas
extraordinarias para impulsar el gasto privado. Como consecuencia, la
recuperación europea se estancó en 2011 y no se ha reanudado verdaderamente.
En este momento, a Europa le va peor de lo que le iba en la etapa
equivalente de la Gran Depresión. Y puede que haya noticias aún peores en el
futuro, ya que Europa tiene todos los síntomas de estar precipitándose hacia
una trampa deflacionaria como la de Japón.
¿Cómo encaja Francia en este panorama? Las noticias describen
sistemáticamente a la economía francesa como un desastre disfuncional lastrado
por unos impuestos elevados y por las normativas del Gobierno. Por eso, cuando
se observan las cifras reales, uno se sorprende un poco ya que no cuadran en
absoluto con esa historia. A Francia no le ha ido bien desde 2008 —en concreto,
se ha quedado rezagada con respecto a Alemania—, pero el crecimiento general de
su PIB ha sido mucho mejor que la media europea, superando no solo a las
atribuladas economías del sur de Europa, sino a países acreedores como Holanda.
Los resultados franceses en cuanto al empleo tampoco son tan malos. De hecho,
los jóvenes adultos tienen muchas más posibilidades de encontrar trabajo en
Francia que en Estados Unidos.
La situación de Francia tampoco parece especialmente frágil: no tiene un
gran déficit comercial y puede endeudarse a unos tipos de interés
históricamente bajos.
¿Por qué, entonces, tiene Francia tan mala prensa? Cuesta no sospechar
que existen razones políticas: Francia tiene un sector público muy grande y un
Estado de bienestar generoso, lo cual debería conducir al desastre económico
según la ideología del libre mercado. Por eso, lo que cuentan las noticias es que
es un desastre, aunque no sea lo que dicen las cifras.
Draghi entiende lo mal que están las cosas, pero
existe un límite para lo que puede hacer el banco central
Y parece que Hollande, aunque dirija el Partido Socialista francés, se
cree estas críticas que tienen una motivación ideológica. Y lo que es peor, ha
entrado en un círculo vicioso en el que las políticas de austeridad hacen que
el crecimiento se estanque, y este estancamiento del crecimiento se utiliza
como prueba de que Francia necesita aún más austeridad.
Es una historia muy triste, y no solo para Francia.
En estos momentos, la economía europea está pasando apuros. Creo que
Draghi entiende lo mal que están las cosas, pero existe un límite para lo que
puede hacer el banco central y, en cualquier caso, tiene un margen de maniobra
reducido a menos que los líderes electos estén dispuestos a cuestionar la
ortodoxia que defiende las monedas fuertes y el equilibrio presupuestario.
Mientras tanto, Alemania es incorregible. Su respuesta oficial a la reorganización
en Francia fue declarar que "no existe contradicción entre consolidación y
crecimiento" (nos da igual la experiencia de los cuatro últimos años;
seguimos pensando que la austeridad es expansionista).
Por eso, Europa necesita desesperadamente que el líder de una economía
importante —una que no atraviese una situación horrible— se levante y diga que
la austeridad está acabando con las perspectivas económicas europeas. Hollande
podía y debería haber sido ese líder, pero no lo es.
Y si la economía europea sigue estancada o empeora, ¿qué pasará con el
proyecto europeo, esa iniciativa a largo plazo para garantizar la paz y la
democracia a través de la prosperidad compartida? Al fallarle a Francia,
Hollande también le está fallando al conjunto de Europa, y nadie sabe lo mal
que podrían ponerse las cosas.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio
Nobel de Economía de 2008.
Traducción de News Clips.
© 2014 The New York Times Service.
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